Hieronymus Bosch, Cristo con la cruz a cuestas, c. 1510-1535, Museo de Bellas Artes de Gante.
Reflexionar sobre la
condición humana es posible hacerlo con más sosiego, sobre todo, cuando se llega a la etapa en la que el ciclo
vital se está concluyendo, cuando el cuerpo se ha desgastado y empieza a
fallar. En estos momentos se comprende que el recorrido de la vida es una
realidad natural y cultural inevitable. Paradójicamente, pensar en la muerte
lleva a reflexionar sobre la vida, sobre los comportamientos culturales que
siguen identificando a la especie
humana, en una perspectiva genealógica.
Los primeros seres
humanos fueron aquellos homínidos que recordaron los sueños cuando despertaron
y tomaron consciencia de que era una realidad inmaterial diferente a la que
percibían con sus sentidos. Mundo onírico autónomo o espiritual que al no ser creación de la
consciencia no podía desaparecer con la muerte de una persona. La existencia de
este universo determinó que el individuo fuera enterrado o cremado en un ritual sagrado,
para que ingresara en la dimensión espiritual de la naturaleza. Los sueños y la
muerte identificaron a los primeros seres humanos que desde ese momento no han
dejado de soñar y de enterrar a sus muertos.
Los primeros homínidos
que ritualizaron el cadáver de sus congéneres establecieron una ruptura trascendental en la evolución
de la vida. La consciencia de la muerte diferenció a los primeros homo sapiens al
establecer un límite fluido entre la vida natural efímera y la dimensión mítica
donde residen los espíritus, de los que, en última instancia, depende todo lo
existente. La muerte estableció unas coordenadas espaciales y temporales, un
antes y un después, unas cartografías simbólicas y un calendario astronómico
para discernir los ciclos estacionales, indispensables para la supervivencia.
Las personas poseedoras de estos conocimientos, los chamanes o brujos,
adquirieron el don de la palabra mítica para interactuar con los espíritus, con
el fin de satisfacer las necesidades innatas de los seres humanos, para
conseguir alimentos y curar enfermedades: poseyeron un saber especial del que
dependió la comunidad, buscando los beneficios de las energías vitales y
contrarrestando los espíritus malignos que causan la muerte. Ellos tuvieron la capacidad
de soñar despiertos, de viajar a la dimensión temporal y espacial de la
creación original, en rituales, con el recurso de ayunos y plantas sagradas que
modificaban o controlaban su consciencia.
Todas las especies
animales han tenido un potencial genético predispuesto para la supervivencia,
que las ha impulsado a no perecer, a luchar contra la muerte, con la
reproducción. Su vida ha estado supeditada a la consecución de alimentos, a
consumir otras especies, como parte de un proceso de selección natural, de una capacidad de adaptación
a un medio ambiente y de un instinto para defenderse de los depredadores. Todas
las especies han participado de una cadena biótica que regula su crecimiento y
comportamiento. La supervivencia ha significado luchar para no morir: así como
todo lo que nace muere, también, eliminar para alimentarse es necesario, para
sobrevivir.
La supervivencia de los
seres humanos ha dependido de la alimentación y la sexualidad, pulsiones
permanentes y relacionadas entre si; ambas han significado consumir con placer,
lo que calma las ansiedades. Comer y realizar el acto sexual son actos físicos
y emocionales que tienen implicaciones en las actividades diarias. En los
animales, el instinto sexual está adscrito al ciclo natural de reproducción, lo
mismo que en los seres humanos, pero a diferencia de aquellos, es una libido que
permanece latente, que genera tensiones y desequilibrios emocionales, difíciles
de comprender y por lo tanto de manejar.
Los seres humanos por
naturaleza son omnívoros; en un principio, además de recolectores de frutos de
la tierra desarrollaron el instinto de los depredadores, para obtener el
alimento. Actividad en la que tuvieron que competir con otras especies
carnívoras y defenderse para no ser la víctima o la presa. La consecución del
sustento ha sido una actividad compleja acompañada de muchos riesgos, que han
agudizado la inteligencia. Los grupos familiares primitivos fueron nómadas que
dependieron de los ciclos estacionales de los animales cazados. De hecho, para
cualquier depredador, la vida y la muerte son indisolubles; cazar es una
actividad violenta que implica matar, para sobrevivir.
En las especies
animales, la obtención de alimentos ha
sido una competencia instintiva, la lucha por una territorialidad. En la
especie humana esta competencia entre los grupos adquirió otros significados,
un intercambio cultural, por intermedio de alianzas de parentesco, o una lucha
de sometimiento, en la que someter al otro implicó esclavizarlo o eliminarlo por intermedio de
la guerra: la muerte con todo sus
alcances mágicos se transformó en un poder que sustentó jerarquías políticas y
guerreras.
Los seres humanos se
diferenciaron de los animales por su capacidad cognitiva que les permitió,
además de cazarlos, domesticarlos y también cultivar las plantas, acumulando
productos como reserva y con fines comerciales. El establecimiento de una
economía le dio más autonomía a las sociedades primitivas, el tiempo necesario
para los avances tecnológicos como la elaboración de una arquitectura
protectora de la inclemencia climática, causante de enfermedades y para
aislarse de animales que atentaban contra su vida. De esta manera, los grupos
humanos que habían sobrevivido integrados a la naturaleza, empezaron a
inventarse realidades, para controlar las leyes naturales de la supervivencia. Dominar
o controlar la naturaleza, con el paso de los siglos, significó el surgimiento,
primero, de aldeas comunitarias y luego de ciudades como espacios culturales en
donde los grupos humanos enfatizaron las jerarquías y desigualdades sociales y
establecieron un poder político y religioso en manos de una clase privilegiada,
que necesitaba mantener el orden establecido. La supervivencia de los grupos
tribales dejó de ser una apropiación directa de los recursos naturales, para
transformarse en procesos de producción económica con peculiares relaciones
sociales y políticas, sin las cuales no sería posible sobrevivir.
Las sociedades humanas
en su proceso histórico de fortalecimiento de invenciones se fueron alejando de
sus pensamientos chamánicos; el actuar mágico y regenerador de los espíritus fue
suplantado por creaciones religiosas, personificación de dioses inmortales, señores
absolutos del espacio sideral, de la tierra y el mundo subterráneo. Existió una
correspondencia analógica entre los gobernantes de reinos e imperios con los omnipresentes
dioses. Los espacios sagrados como cavernas, bosques, lagunas, ríos y montañas
donde los chamanes llevaban a cabo sus rituales fueron sustituidos por
magníficos templos, como morada de los dioses y como lugares de cultos
misteriosos encargados a los sacerdotes; las casas de los jefes tribales fueron
reemplazadas por ostentosos palacios. El poder vital de la palabra oral de los
mitos y las danzas rituales de los brujos necesitó del recurso de lenguajes
escritos que garantizara el poder absoluto de los dioses y monarcas con la
intervención sagrada de los sacerdotes. Los usos y costumbres de las
tradiciones ancestrales necesitaron de la regulación de códigos sacralizados, en
estrictas leyes que sustentaban el nuevo orden social y político. La
sobrevivencia de los grupos sociales, el ciclo vida-muerte-vida, empezó a
depender de las deidades, de los gobernantes que actuaban por mandato divino,
con la intermediación del templo.
La historia de la
humanidad es una cadena genealógica, una sucesión generacional que repite un
ciclo natural: nacimiento, infancia, juventud, adultez, ancianidad y muerte.
Todas las sociedades han tenido y tienen como fundamento una estructura
familiar con diversas relaciones de parentesco, que se reproduce, transforma y
perdura; en las cosmovisiones mágicas y religiosas y en los pensamientos
políticos subyace una estructura de poder familiar indispensable para el
funcionamiento de los sistemas sociales. La imagen de poder del padre o la
madre y las relaciones de dependencia con los hijos están presentes en todos
los organismos o instituciones sociales, políticas, económicas y culturales.
Existe una relación de equivalencias: padre-madre-hijos = padres creadores-seres
humanos = dioses y diosas-seres humanos = gobernantes y sacerdotes-comunidad =
patrones-trabajadores = maestros-aprendices. Todos los seres humanos nacen
adscritos a una familia y a un espacio en la jerarquía social, y los padres de
cada generación transmiten a sus hijos una herencia genética y cultural. Los
cambios producidos en la historia siempre han estado mediados por las etapas
del ciclo vital, que reproduce cada generación: los niños con su fragilidad e
inexperiencia crecen protegidos por los padres, para volverse jóvenes plenos de
optimismo e ideales efímeros, que aprenden un oficio o profesión, para luego
transformarse en adultos con una posición social definida, que después
envejecen, hasta alcanzar la muerte.
En la sociedad moderna,
que hace exégesis del individualismo, lo más sobresaliente es la
competitividad: uno contra todos y todos contra mí. Desde el nacimiento, los
seres humanos expresan su instinto de supervivencia que depende de la
protección y educación especular de los padres y maestros, y de acuerdo con una
normatividad social y cultural. Sobrevivir implica competir para salir
adelante, antes de morir. Cada individuo tiene un camino por recorrer; digo
recorrer, porque está preestablecido y limitado por la muerte. Esto no
significa que el recorrido del camino de la vida sea igual para todos; si esto
fuera así, no habría mayor diferencia con las demás especies animales. El
proceso de la vida es complejo y exige muchos aprendizajes y adaptaciones, como
instrumentos necesarios para satisfacer cada individuo sus deseos y ambiciones,
después de luchar y superar adversidades y fracasos.
El mundo moderno,
además de su diversidad cultural, rinde culto a las bellas apariencias que
oculta el proceso natural de vida-muerte-vida, al promover el narcisismo de la
eterna juventud y la prolongación de la vida por intermedio de avances
científicos. Los virtuales medios de comunicación hacen apología de la juventud,
con fines comerciales, como si esta no fuera una etapa pasajera del ciclo de la
vida. Ser joven, rico y bello es sinónimo de éxito, en una realidad en la que
por naturaleza, todos envejecen, pierden la belleza y la fortaleza corporal,
antes de morir. Lo cierto es que las nuevas tecnologías médicas promueven
estados patológicos, al prolongar la
vida por más años, pero sin cambiar los vacíos emocionales y el agotamiento propio
de los ancianos. Los mayores pueden ponerse máscaras de la juventud para actuar
como lo hacen los actores en un escenario, pero no pueden dejar de experimentar
los estados anímicos de la vejez.
Otros engaños plantean la
utopía de que todos los seres humanos nacen libres e iguales, y que la sociedad
humana evoluciona hacia un mundo justo y feliz; falacias que precisamente han justificado
lo contrario, la desigualdad y la injusticia que fomentan las ilusiones del
progreso. Por instinto de supervivencia los seres humanos son narcisistas y competitivos.
Por eso, en todas las sociedades los niños y los jóvenes son educados y
adaptados a un modelo cultural, a unos discursos metafísicos que sustentan unas
estructuras de poder que controlan las jerarquías, las rivalidades y mantienen
las desigualdades propias de la condición humana.
En las clases de la
sociedad moderna todavía perdura la estructura familiar. En apariencia los
nexos de parentesco se consideran propios de las llamadas sociedades premodernas, pero esto es una ficción evolucionista. Las asombrosas megalópolis de
la economía capitalista globalizada son posibles por los grandes avances
científicos que sistematizan y homogeneizan los comportamientos humanos, de
manera instantánea, y porque existe una estructura de gobierno análoga a la jerarquía
de poder social familiar. Si la figura subliminal autoritaria y protectora de
un padre y una madre no estuviera personificada en los gobernantes, la mayoría
de los seres humanos no podrían ser gobernados. En los partidos políticos en
los que se afilian los ciudadanos para alcanzar o mantener el poder político y económico,
está presente una jerarquía con unos líderes que se dirigen a los subalternos,
como padres que prometen beneficios para el bienestar de sus familias o
incrementar los que ya poseen.
En las relaciones de
poder social y político de los sistemas democráticos, así como sucede en las
relaciones familiares de padres a hijos, los asociados, si no ven satisfechos
sus propios deseos, se rebelan contra la autoridad, corriendo el riesgo de ser
reprimidos o eliminados. La convivencia entre padres e hijos, entre gobernantes
y gobernados, origina muchas tensiones y rivalidades; los hijos para sobrevivir
necesitan de la protección, enseñanza y beneficio económico de la sociedad
conyugal establecida por los padres, tanto como sucede entre los miembros de un
sistema social y político. Los miembros de una sociedad se ven avocados a cumplir
reglas del juego impuestas por los padres o los gobernantes.
La sociedad moderna es
resultado de la Gran cadena del ser fundada por los filósofos de la antigua
Grecia. Sus raíces se profundizan hasta los tiempos heroicos de Homero, cuando
emergió la tragedia. En los relatos míticos griegos se encuentran explícitas
las pasiones de la condición humana. Los dioses Olímpicos, a pesar de ser eternos,
se comportan como los mortales humanos; son seres poderosos que compiten entre
ellos, envidiosos, celosos e infieles; rivalidades que intervienen en los
conflictos humanos, en las guerras como la de Troya causada por la diosa Eris,
la discordia, que motiva y obliga al pastor Paris a ser juez, a escoger la
mujer más bella, entre las dos poderosas diosas, Atenea y Afrodita, y la mortal
Helena, que termina recibiendo el trofeo de la manzana de oro que la distingue
como la más deseada, despertando la envidia y la ira de las divinidades rechazadas.
La muerte también tiene
implicaciones con el poder: los seres humanos, por ser mortales, están
subordinados a la voluntad de los dioses. Pareciera que la especie humana
estuviera condenada como Sísifo, a soportar el peso de su naturaleza, que como
una pesada roca tiene que cargar, hasta alcanzar la cima de la montaña; pero
cada vez que esto sucede, la roca vuelve a rodar al fondo, donde está obligado
a subirla de nuevo, sin poder evitarlo. Sísifo reitera que los seres humanos no
pueden evitar la muerte, porque estarían condenados a una existencia absurda, precisamente,
por haberse negado a morir, después de engañar al dios Hades, rey de los
infiernos. La alternativa que le queda al
ser humano es resignarse a su naturaleza mortal que lo identifica, es
aceptar el carácter necrológico de su historia, que lo ratifica; o a creer que
su capacidad racional o espiritual por no ser material, sobrevive después de la
muerte del cuerpo.
La muerte como pérdida
de una vida es transformada en un acto trascendental. En Occidente, no enterrar
el cadáver es un acto de poder absoluto que atenta contra la identidad de los
seres humanos. El asesinato es un acto de violencia que causa sufrimiento; la
desaparición del cuerpo de la víctima es una afrenta mayor, no porque
relativiza el dolor que causa la muerte, sino, porque niega el ritual mortuorio
sagrado, que permite la liberación del alma, además del duelo necesario, ante la pérdida que significa. La tragedia familiar de Antígona
está directamente relacionada con el derecho moral a ser enterrado; de no ser
así, el espíritu no recibiría una recompensa o un castigo, sino, vagaría eternamente
en la tierra, como alma en pena. De acuerdo con el destino, Antígona, hija de Yocasta
y Edipo rey de Tebas, tuvo dos hermanos, Eteocles y Polinices, que heredarían
el poder de su padre, de manera consecutiva. Edipo profetizó que esto no
sucedería y que combatirían hasta eliminarse el uno al otro. Polinices, para
combatir a su hermano se alió con Argos, ciudad enemiga, lo que fue considerado
por Creonte, rey de Tebas, como una traición a la patria. Por tal razón, como
castigo, el monarca ordenó que el cuerpo de Polinices no fuera inhumado, sino
abandonado y expuesto a los animales rapaces y carroñeros. Antígona al no estar
de acuerdo con este castigo, decidió dar sepultura al cuerpo de su hermano,
desobedeciendo al rey, que también era su tío y suegro. Antígona fue condenada
al horror de ser sepultada viva, algo que va en contra de ciclo natural de la
vida; por eso prefirió suicidarse. Como en toda tragedia, el final tiene un desenlace
cruento y absurdo: El suicidio de Eurídice, esposa del rey y de su hijo Hemón, el prometido de Antígona.
Entre las pasiones
humanas se destacan la envidia y los celos. En los relatos míticos de la
tradición judeo cristiana están presentes, desde su génesis. La envidia del
bello Luzbel que impulsó la rebelión de los ángeles, que por eso cayeron al
abismo infernal, por no haber aceptado la supremacía de Jesús como hijo-dios
único. La creación de los primeros padres de la humanidad también despertó la
envidia de Lucifer, que intervino para que comieran del fruto prohibido del
árbol del bien y el mal, en el paraíso terrenal, que los haría ser como dios. El
primer homicidio fue ejecutado por Caín, contra su hermano Abel, al no soportar
la envidia que sintió con él, por ser el preferido de dios, lo que determinó el
castigo de ser el progenitor de una raza maldita que vagaría por el mundo.
En la tradición judeo
cristiana, las pasiones humanas deben ser reprimidas. La pasión y muerte de
Jesucristo fue necesaria para redimir el pecado de la desobediencia original. Desde
entonces, los seres humanos han sufrido y sentido culpa por sus pecados, claro
está que sin una sanción divina tan drástica como la infligida al demonio y a
Caín, porque este sentimiento se puede confesar y por lo tanto perdonar por un
representante de dios en la tierra. Pedir perdón es muy importante porque
significa estar arrepentido, es confesar la culpa del pecado, para ser absuelto
y cumplir con una penitencia, lo que produce una tranquilidad de conciencia. La
envidia, los celos y otras pasiones terminaron justificando los mandamientos
divinos y reiterando el temor al castigo, que se puede evitar, pidiendo perdón
por las faltas cometidas y ejercitando las virtudes, para poder alcanzar la paz
terrenal y una recompensa celestial.
Las pulsiones se pueden
encubrir con las bellas apariencias de una retórica cultural. Las emociones del
lado oscuro de la mente producen fantasías que de acuerdo con el buen
comportamiento se deben ocultar con modales correctos, que en apariencia se
manifiestan como algo verdadero, aunque la verdad es sustituida por lo
verosímil. El ingenioso discurso del envidioso y el celoso es mentiroso, aunque
se presenta como verosímil; descalifica los atributos o bienes de otra persona,
sencillamente por el hecho de no poseerlos o por el temor a perder lo deseado.
Su narcisismo de origen infantil no lo deja aceptar que otras personas tengan
atributos que él no tiene, y que no
puede alcanzar con un esfuerzo personal. Estar inseguro y apropiarse de algo
que no le pertenece, con engaños, es una actitud perversa que causa daño a los
demás. Los envidiosos y celosos tienen una personalidad camaleónica, que se
adapta de manera oportunista, de acuerdo con las circunstancias.
La capacidad
intelectiva y el poder de las pulsiones no han evolucionado desde la aparición
de los primeros homo sapiens; la
envidia, los celos y otras pasiones han estado presentes, han perdurado y
actuado como estados emocionales innatos a los seres humanos; no es exagerado
afirmar que han tenido un papel protagónico en la historia universal, sobre
todo en los campos de batalla, donde ha danzado la muerte, cubriéndolos de
cadáveres, sangre y destrucción; los promotores de las guerras, de manera
insólita, han sido defensores de una civilización justificada con ideales
morales que reprimen las pasiones, que defienden las virtudes y combaten los
vicios, sin importarles sus consecuencias desastrosas. Reprimir las pulsiones
humanas desde la racionalidad ha sido un fracaso en tanto ha generado estados patológicos. Los seres humanos han podido contrarrestar el efecto destructivo de
sus pasiones con creaciones intelectuales, científicas y artísticas. No es
posible dejar de sentir estas pulsiones, pero si se puede transformar el goce y
el sufrimiento que producen, en creaciones sublimes. Un buen ejemplo son las
tragedias y comedias de William Shakespeare, que se inmortalizó como los héroes
de la antigua Grecia, por conocer la condición humana, por develar las pasiones
y la locura del poder de reyes que asesinan sin importarles morir; por recrear
en diálogos magistrales las traiciones, envidias y celos en que se encuentra
atrapado sin salida, el príncipe Hamlet del reino de Dinamarca, y por el desenlace
trágico del bello amor juvenil de Romeo y Julieta que los conduce a la muerte.
Narciso es un ser mítico
libre de envidia y celos, desde el momento en que se miró en las aguas de una
laguna y al percibir su belleza sublime, no pudo amar a otro ser. Los humanos,
por naturaleza, son como Narciso, pero a diferencia de este hermoso joven,
experimentan envidia y celos, cuando se miran en el espejo. Un ser humano
refleja lo que es, pero, al mirarse, se da cuenta que no es tan bello como
Narciso, y en lugar de aceptarlo, proyecta sus imperfecciones, miedos y dudas,
en otras personas que tienen los atributos que le faltan; siente envidia y
celos, fantasmas que le impiden amar, lo que le genera amargura y soledad.
La modernidad se
construyó a partir de la falacia de que la naturaleza humana podía ser dominada
por una inteligencia racional, subvalorando o desconociendo el poder latente de
las pulsiones, indispensables para la supervivencia. La especie humana no puede
desprenderse de su naturaleza resultado de una evolución genética, que desde los primeros homo sapiens se ha
transmitido de generación en generación, hasta el presente. Podría decirse que
la especie humana es una mutación o anomalía de la evolución, al poseer una
naturaleza polivalente en la que de manera permanente e indisoluble, actúa una
capacidad cognitiva, impulsada por pulsiones. El reto de las sociedades humanas
ha sido manejar el potencial de una naturaleza en la que coexisten elementos
racionales y emocionales, naturales y sobrenaturales, terrenales y celestiales.
En la historia de la humanidad,
los estados emocionales han tenido un papel protagónico. Y según parece, como
lo dijo Erasmo de Rotterdam, los seres humanos han preferido la locura y no los
discursos de teólogos y filósofos, que no satisfacen sus deseos. Las pasiones y
los actos demenciales siguen vigentes en la sociedad actual; la civilización
moderna no se encuentra bien, hay un malestar generalizado en las culturas; lo
más importante sigue siendo una lucha por alcanzar el poder total, en el mundo.
Un narcisismo ilimitado, encubierto de retóricas y bellas apariencias, ha
establecido un poder económico y político en manos de un sector minoritario,
que a diferencia de otros gobernantes absolutos del pasado, hoy en día, con sus
recursos científicos y tecnológicos tienen la capacidad demencial de someter a
su arbitrio a millones de seres humanos, y sobre todo, la posibilidad de eliminar la vida en la
tierra. Todo esto lo justifican con una racionalidad moderna que tiene como
meta el crecimiento económico, que al final de cuentas significa incrementar
las fortunas de los dueños de la banca internacional, que someten y humillan países
con empréstitos y generan bajos salarios y desempleos. Es cierto que por
naturaleza, los seres humanos son competitivos y pasionales, pero esto no
justifica la irresponsabilidad de aquellos que gobiernan el mundo, para
satisfacer su egolatría, sus privilegios, su locura, que les impide ver los
sufrimientos y las miserias humanas. Ellos representan el mayor grado de
civilización alcanzado por una tradición cultural enfermiza, en tanto sigue
provocando guerras con fines económicos, desplazamientos de millones de
personas, que justifican la violencia y muerte con el recurso de un
conocimiento científico, y actúan a nombre
de un ser supremo, creador de todo lo existente. Otros, más radicales, como en
el pasado, todavía imponen sus dogmas religiosos, como verdades absolutas, con
actos de terrorismo y ejecuciones
bárbaras, para amedrentar al mundo.
Todo ser humano tiene
la capacidad cerebral de elaborar pensamientos y lenguajes simbólicos inscritos
en estados emocionales, análogos a los instintos de otras especies animales, y
sin los cuales no sería posible la supervivencia. Hoy en día los estudios
científicos ecológicos interesados en conocer la naturaleza, sin fines
mercantiles que contaminan todo, enseñan que la etología de los animales tiene
mucho que enseñar, algo que ya habían descubierto antiguas culturas, negadas,
precisamente, por la modernidad. Hay que cuestionar la era antropocéntrica
fundamentada en la falacia filosófica y religiosa de un humanismo, que atenta
contra su propia especie y contra todas las demás manifestaciones de vida.
Los seres humanos se
distinguen de las especies animales porque además de sobrevivir pueden
transformar sus pulsiones en creaciones sublimes, con el recurso simultáneo de
su inteligencia. Todas las culturas, desde las más antiguas hasta las más
modernas, han dado respuestas diversas que definen y regulan el erotismo-muerte,
en dimensiones mágicas, religiosas, filosóficas, científicas y artísticas. De
ser posible, la alternativa de las personas indignadas es hacer un alto en el
camino para hacer una autocrítica, reflexiva y genealógica, desde los orígenes
arquetípicos; un balance crítico de las falacias culturales que ayuda a
comprender la locura contemporánea; se trata de hacer una relectura del
palimpsesto translúcido dejado por generaciones ancestrales, que se remontan a
los tiempos míticos de los primeros homo sapiens. Hay que repensar los
elementos y comportamientos que identifican a la especie humana, que así como
la acercan, la alejan, de los demás seres naturales, en la dimensión cósmica de
su único hábitat, la tierra, antes de que sea demasiado tarde.