Un documento escrito por un intelectual colombiano nos hace recordar la fuerza que tuvo el indigenismo marxista en Latinoamérica
Portada de la tesis de grado de Diego Montaña Cuéllar (1934)
En una de mis
constantes visitas a mis amigos libreros tuve la ocasión de encontrar un
texto no impreso y protegido con pastas de cartón recubiertas de papel
estampado con un diseño abstracto, que distingue las encuadernaciones
artesanales llevadas a cabo entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras
décadas del XX. Al mirarlo con curiosidad descubrí que tenía un título y el nombre de su autor grabado en letras de
molde doradas: “Diego Montaña C. – Problemas de la cultura en Colombia”. Tema
que me atrajo y me llevó a hojearlo; al abrir sus cubiertas constaté que se
trataba de un texto escrito con una máquina de tipos de metal, sobre 28 hojas
de papel periódico de tamaño oficio, que se había logrado como copia de un
original con el artificio de papel carbón. El título específico de este trabajo
académico es: “Posibilidades de que Colombia sirva de marco a una cultura”
En la portadilla
mi curiosidad se incremento cuando pude leer:
TESIS SUSTENTADA
POR
DIEGO MONTAÑA
CUELLAR
PARA OBTENER EL
TITULO DE DOCTOR EN
DERECHO Y
CIENCIAS POLÍTICAS SOCIALES
DE LA UNIVERSIDAD
NACIONAL
---------------------
Bogotá, julio de
1934
En la siguiente hoja se especificaba lo
siguiente:
RECTOR DE LA UNIVERSIDAD - Dr. Juan
Samper Sordo
PRESIDENTE DE TESIS - Monseñor José Alejandro
Bermúdez
EXAMINADORES - Dres. Rafael Escallón,
Darío Echandía y
Juan Samper Sordo.
SECRETARIO DE LA FACULTAD – Dr. Abelardo
Gómez Naranjo
En primera
instancia pude identificar algunos de los nombres de los profesores por su
desempeño político en la historia de
Colombia, y de manera particular, al abogado, Diego Montaña Cuéllar (1910-1991),
por haber sido un destacado intelectual con una posición ideológica liberal y
marxista. En realidad no había leído las obras de este personaje y
tenía una referencia general de que en algunas de ellas se había interesado por
las culturas prehispánicas, pero de manera parcial, por lo cual no figuraba en
la lista de los antropólogos y arqueólogos de su época, que me interesaba
investigar.
Primera página de la tesis de grado de Diego Montaña Cuéllar: "Posibilidades de que Colombia sirva de marco a una cultura"
El contenido de
la tesis está directamente dedicado a sustentar una propuesta liberal que defendía
la inclusión de la sociedad Chibcha o Muisca como una civilización, en una
época en que los intelectuales liberales y conservadores promovían discusiones
sobre las razas y se preguntaban si en Colombia era posible hablar de una identidad
nacional que incluyera, no solamente y de manera dominante, la herencia hispánica, sino también la de los aborígenes americanos. Estos
discursos ideológicos todavía se argumentaban con postulados ilustrados
coloniales en los que el medio ambiente geográfico era un determinante para
justificar la existencia de razas y el prejuicio de que en la zona tropical no
se dieron procesos civilizatorios, por influencia del clima. También perduraban
propuestas republicanas del siglo XIX en las que todavía se mantenían
discriminaciones raciales o de castas, y se debatía si lo más conveniente era considerar al país como una República mestiza.
“Posibilidades
de que Colombia sirva de marco a una cultura” parece un título extraño para un trabajo de grado para obtener
el título de abogado, por su sentido general, pero después de leer su contenido
se comprende el sentido de realidad que proyecta para el momento en el que fue
escrito. En Colombia, la década de los años veinte hizo parte de la hegemonía
de los gobiernos conservadores que impusieron una educación con orientación
neo-escolástica, que dependía directamente de la iglesia católica, de acuerdo
con un Concordato con el Vaticano, y por lo tanto, los pueblos indígenas, como
en tiempos coloniales, eran considerados como sociedades salvajes que
necesitaban ser adoctrinadas para incorporarlas a la civilización. Desde el
siglo XIX las culturas precolombinas se valoraban de manera ilustrada como antigüedades
obtenidas por los guaqueros y coleccionadas por particulares y algunos
incipientes museos oficiales. Intelectuales pioneros interpretaron las culturas aborígenes en el momento de la conquista española, con el
recurso de los cronistas. Entre estos estudiosos sobresalen algunos por su enfoque conceptual sociológico. Este es el caso de Miguel
Triana que publicó el libro “La civilización Chibcha”, en 1922; obra que retomó el joven Montaña Cuéllar para argumentar su tesis de grado, que tiene
como objetivo mostrar que en Colombia sí era posible hablar de una cultura de la humanidad, de los Chibcha porque desarrollaron un sistema de gobierno jerarquizado, un código jurídico, una religión
o mitología, una economía agrícola y comercial, tejidos elaborados y un arte
orfebre de técnicas avanzadas, además de
una escritura jeroglífica o simbólica; conjunto de elementos propios de
una civilización antigua.
Montaña Cuéllar,
como lo expone en su tesis, se atrevió a cuestionar los valores de la
civilización Occidental, fundamentándose en planteamientos teóricos e
ideológicos del filósofo e historiador alemán Oswald Spengler (1880-1936)
contenidos en su obra “La decadencia de Occidente” (1918 y 1922). Este
controvertido pensador nacionalista propuso una teoría historiográfica en la
que confluyen elementos de la teoría evolucionista de Darwin y conceptos de
Nietzsche como “decadencia” y la “voluntad de poder”, además de ser un
admirador de la obra de Goethe. Spengler estableció una morfología de la
historia universal, en la que cada civilización, como sucede en los ciclos de
vida natural, pasa por las siguientes etapas o edades culturales: “juventud,
crecimiento, florecimiento y decadencia”. Para Montaña Cuéllar es fundamental
lo propuesto por Spengler, que la civilización Occidental estaba viviendo la
etapa de la decadencia, lo que apoya su posición a favor de reivindicar la
civilización Chibcha, como marco para una cultura de la república de Colombia.
Mi sorpresa fue
mayor cuando, además del texto encuadernado de la tesis de grado, había 10
hojas sueltas que conformaban un ensayo con el título “La lucha por la
tierra y el indigenismo cultural”, referente al surgimiento histórico de esta problemática
social en México, Perú y Colombia; también escritas a máquina y con
correcciones manuales, que supuse eran del mismo Montaña Cuéllar. Todas estas
motivaciones me llevaron a adquirir el mencionado documento académico con la
ansiedad propia de un investigador interesado por la historia de las culturas
latinoamericanas.
Primera página del ensayo indigenista de Diego Montaña Cuéllar: "La lucha por la tierra y el indigenismo cultural"
En primer lugar
investigué la biografía de Diego Montaña
Cuéllar y consulté sus obras. Durante los años
finales de su vida, además de sus compromisos políticos, se dedicó a escribir
sus “Memorias” que quedaron inéditas después de su muerte, en 1991. Por suerte
fueron publicadas por la Universidad Nacional de Colombia, en 1996. Mi mayor
preocupación era saber si el escrito sobre el indigenismo había sido redactado
por el autor de la tesis de grado. Algo que pude constatar al leerlo, porque en
él hay una alusión directa a dicho
trabajo para obtener el título de abogado. Montaña Cuéllar en varios de sus
libros mostró interés por la cultura Chibcha.
Otro problema por
resolver era saber cuándo había sido escrito el ensayo indigenista, ya que no
estaba fechado, y si había sido publicado por el autor o después de su fallecimiento.
Al leer las “Memorias” encontré que en uno de sus capítulos había párrafos con
contenidos similares al documento sobre el indigenismo, en el que se mencionaba
la revolución cubana (1959); o sea, Montaña Cuéllar lo escribió como un
borrador de un capítulo de sus “Memorias”, que redactó en los años ochenta. Este
texto es un recuerdo histórico de los movimientos y luchas indigenistas en
México y el Perú, que lo influenciaron en sus años juveniles.
Diego Montaña
Cuéllar sobresalió a lo largo de su vida por sus ideas liberales y comunistas;
desempeñó algunos cargos públicos y fue miembro de movimientos o partidos
políticos de la izquierda colombiana, hasta su muerte; durante varios años fue
asesor intelectual de los sindicatos de la explotación de petróleo, profesor de
Sociología de la Universidad Nacional y compañero de Camilo Torres, además de
escritor sobre la sociología americana, la historia política de Colombia y
otros aspectos jurídicos.
Más allá de
estas necesarias pesquisas documentales y bibliográficas me pareció importante
el contenido del ensayo indigenista, porque después de leerlo varias veces y
transcribirlo, comprendí que me hizo recuperar una memoria sobre una realidad
política y social conflictiva que hoy parece olvidada en los medios universitarios
y políticos. Digo recuperar una memoria, como recientemente lo hice en compañía
del antropólogo Oscar Romero, con la historia documental del Instituto
Etnológico de la Universidad del Cauca (1946-1960), que será publicada este año,
por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Montaña Cuéllar escribió un atractivo documento que contiene de manera
explícita una posición ideológica y teórica marxista latinoamericana; es una
síntesis comprometida con los movimientos políticos y culturales indigenistas
en México durante los años posteriores a la revolución de 1910, en tiempos de
intelectuales y políticos como José Vasconcelos (1882-1959), y en los Andes peruanos, con las posiciones
lideradas por el escritor José Carlos Mariátegui (1894-1930) y el antropólogo
Luis E. Valcárcel (1891-1987). Leer este escrito nos lleva a recrear una
memoria olvidada en un presente en el que dominan los intereses y conflictos de
una política y una economía capitalista globalizada y una tecnología de
los medios de comunicación, en los que prima el lenguaje de “lo políticamente
correcto” y en apariencia, se plantea la falacia de que los conflictos del
pasado ya no tienen vigencia. Pienso que leer hoy en día este escrito de
Montaña Cuéllar nos recuerda un período de la historia, cuando los gobiernos
latinoamericanos, democráticos o dictatoriales, construyeron una modernidad
estableciendo dependencias económicas con los Estados Unidos de América. En las
décadas de los años veinte y treinta surgieron posiciones intelectuales y
artísticas liberales y de izquierda que reivindicaban las culturas
indo-americanas e impulsaban la lucha de los pueblos indígenas, empobrecidos y
sometidos durante siglos, a diferencia de otros intelectuales conservadores,
como Laureano Gómez (1889-1965), que hacían dudar de la posibilidad de un
progreso nacional por “la decadencia de Colombia como consecuencia de la mezcla
de razas”, en sus controvertidas conferencias dictadas en el teatro Municipal
de la ciudad de Bogotá, en 1928, que, precisamente, impactaron la mente del
estudiante Montaña Cuéllar.
Leer el texto de
Montaña Cuéllar pareciera una curiosidad de historiador, pero en realidad puede
motivar otras reflexiones y emociones. Es evidente que se trata de una mirada
histórica de los movimientos indigenistas desde una tópica marxista, desde una
retórica que ha perdido su poder político y cultural. Es muy grande, como un
abismo, el contraste entre la semiótica indigenista de izquierda de Montaña
Cuéllar y los discursos políticos y culturales posteriores a la nueva Constitución
de 1991, en la que se establece que Colombia es un país pluricultural y
multiétnico, doctrina que de hecho ha cuestionado la existencia de una
identidad cultural nacional y otorgado a los pueblos indígenas ciertas
prerrogativas jurídicas, ambivalentes en la interpretación de los
procedimientos legales a escala nacional.
En la historia
latinoamericana del siglo XX, hasta la década de los años setenta, más o menos,
sobresalen los sectores que impulsaron la lucha, la defensa y el
fortalecimiento de valores culturales de origen americano, en un contexto
nacional, lo que significó la conformación de institutos, centros académicos
universitarios y museos dedicados a la investigación antropológica y
arqueológica, que tuvieron como fin rescatar y proteger jurídicamente el patrimonio cultural precolombino, y valorar
los pensamientos de los pueblos indígenas vivos, solidarizándose con sus luchas.
De igual manera, se fortalecieron posiciones artísticas y literarias que
permitieron hablar de una identidad cultural latinoamericana, en el espacio
internacional. Hoy en día, cuando la desvelada realidad pos-moderna permite
apreciar la violencia de los problemas mundiales no resueltos, bien vale la
pena volver a mirar lo que ha significado la avasalladora y conflictiva
historia del siglo pasado. ¿De ese pasado político, intelectual y artístico,
qué ha perdurado hasta el presente?
A continuación transcribimos el ensayo
indigenista de Diego Montaña Cuéllar:
LA LUCHA POR LA
TIERRA Y EL INDIGENISMO CULTURAL.
1.
LA REVOLUCIÓN AGRARIA MEXICANA.
Mientras la
burguesía mercantil latinoamericana entregaba las naciones a los poderes de las
naciones industrializadas, a cambio de fragmentos de ferrocarriles, herramientas
técnicas y culturales, desde México hasta la Patagonia los pueblos indígenas
reclamaban tierra. Los vínculos de nacionalidad para ellos no tenían contenido
sin la posesión de la tierra de que habían sido despojados sus padres
aborígenes.
La milagrosa
imagen de la Virgen de Guadalupe que Hidalgo había convertido en el símbolo de
la independencia mexicana, sólo tenía significado para los ejércitos de indios
levantados por Emiliano Zapata y Pancho Villa como signo de la tierra.
La lucha por la
tierra suscitó la gran tarea de salvar a América de la codicia saxoamericana.
Fue así como la revolución mexicana de 1917 conectó la lucha de Juárez con la
lucha por rescatar el suelo y el subsuelo hipotecados a los poderes petroleros.
Mientras la
burguesía buscaba la superación del atraso en la cultura occidental, los
pueblos americanos la encuentran en el conocimiento de ellos mismos.
En México los
intelectuales se incorporaron a la tarea de restaurar el pasado indigenista. La
arqueología y el folklore se unieron en un nuevo ciclo que integra el pasado
indígena con el futuro mexicano. José Vasconcelos, siendo Ministro de
Educación, organizó las misiones culturales para llevar el resurgimiento de la
cultura nacional hasta los lugares remotos. De pueblo en pueblo, grupos de
misioneros, en que marchan un médico, una enfermera, un artesano, un
agricultor, un pintor y un maestro de escuela, despiertan el espíritu de
continuidad con el pasado cultural y con
la posesión de la tierra. Las escuelas de Juárez se abren y los arquitectos y
pintores levantan y ornamentan las casas culturales del pueblo. Renacen los
alfareros, los plateros, los tejedores, los talladores, y los grandes pintores
indígenas: José Clemente Orozco, Diego Rivera recogen la aurora detenida en los
cuadros de Abraham Ángel y llenan las paredes de los palacios coloniales con
pinturas vivas que magnifican la tierra y la vida de los mexicanos. La gran
tradición cultural Maya y Azteca, se convirtió en programa de redención del
pueblo campesino. Esa nueva mística indigenista se extendió por toda la América
India: como el anhelo de independencia económica y renacimiento cultural.
Pero la
revolución agraria mexicana fracasó porque se convirtió en máscara de los
políticos y la reivindicación de los ejidos en objeto de especulación
electoral. Una promesa vana desarraigó de la tierra a siete millones de hijos
de los antiguos peones rompió sus vínculos tradicionales y los dejó sin tierra.
La reforma agraria había fracasado en 1930, como lo reconoció expresamente el presidente
Plutarco Elías Calles y México era gobernado suavemente desde los Estados
Unidos a través de una hábil y conciliadora diplomacia pacifista, al servicio
de los petroleros.
Vasconcelos a
quien la juventud latinoamericana convirtió en guía, lanzó su candidatura
presidencial que fue derrotada implacablemente. Apologista cultural del
mestizo, su concepto de la “Raza cósmica”, se basaba en la creencia de que una
nueva cultura cósmica podría nacer determinada sólo por la raza y la variedad
de culturas. Su metafísica no tenía asidero en ningún método para lograr la
liberación económica y cultural del influjo norteamericano y su concepción
política religiosa ahuyentó a los
radicales que eran el soporte contra la dominación imperialista.
Invitado por la
Federación de Estudiantes, Vasconcelos visitó a Colombia y dictó conferencias
en Bogotá y Medellín que impresionaron profundamente a los sectores
estudiantiles y vigorizaron nuestros sentimientos antimperialistas.
La revuelta
mexicana de 1910 había fracasado; le faltó la compenetración con el espíritu
que Diego Rivera trajo de fuera, el misticismo de Carlos Marx. La verdad es que
la reivindicación indígena carece de concreción histórica si se mantiene en un
plano simplemente cultural o filosófico. Para adquirir realidad necesita transformarse en reivindicación
económica y política. No es un problema étnico sino un problema social y
económico. No es solo un problema jurídico de propiedad de la tierra, es además
un complejo de relaciones sociales.
En México convirtieron
a algunos caudillos indígenas en generales, pero no se trata de que algunos
indios sean generales sino de que no haya generales por encima del poder de la
comunidad popular e indígena.
La miseria moral
y material de las masas indígenas es una consecuencia del régimen social y
político que pesa sobre ellas desde la conquista y que no se modificó
sustancialmente con la independencia. Es un hecho político que solo puede ser
resuelto políticamente, es decir, con el poder político.
En su “Carta de
Jamaica” el Libertador Simón Bolívar lanzó el más lúcido y profundo programa político de América. En él planteó
por primera vez, la indiscutible vinculación entre la independencia y soberanía
de los pueblos americanos, y la vindicación política y social de los imperios
de Moctezuma, Atahualpa, Caupolicán y el Zipa de Bogotá, despojados,
traicionados, usurpados a base de tormentos inauditos y vilipendios
vergonzosos. Por eso el día del renacimiento indoamericano, no puede ser sino
el día de la resurrección de las culturas precolombinas detenidas pero no
extinguidas.
LA TEMPESTAD EN LOS ANDES
LA TEMPESTAD EN LOS ANDES
En 1927 se adelantó una gran
polémica sobre el tema del indigenismo en las letras y en la vida social del
Perú, en la que participaron José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, José
Ángel Escalante, Atenor Orrego, Luis E. Valcárcel y Manuel Seoane, y otros
escritores.
La polémica de que en aquella
época solo tuvimos vagas noticias, se inició por motivos literarios y
folklóricos pero respondía a un movimiento intelectual más hondo, determinado
por las modalidades nacidas de la Primera Guerra Mundial.[1]
El libro de Oswald Spengler “La
decadencia de Occidente” había constituido el acontecimiento más estruendoso
del siglo XX. El libro fue la consagración intelectual de la derrota de
Alemania y de la inauguración de la crisis de la llamada Cultura Occidental,
pero ante todo representa una nueva concepción de la filosofía de la historia,
en que el concepto de cultura universal desaparece para abrir el paso a la
concepción de las culturas que tienen un ciclo propio independiente de las
razas, una idea o alma específica, un devenir y una caducidad. Los conceptos
fundamentales del mundo orgánico, nacimiento, muerte, juventud, vejez, duración
de la vida, tendrían también un sentido riguroso en la órbita de las culturas,
concebidas como ciclos vitales, con su propia personalidad. Las conclusiones
del pensamiento occidental son despojadas de su contenido universal, tienen
únicamente un valor histórico relativo y la validez concreta referente sólo a
una época y a un espacio determinados. La validez universal es falsa. Las
verdades eternas del pensamiento occidental son verdaderas sólo para Occidente
y eternas sólo para su propia visión del mundo.
En el marco de este movimiento,
el alma india replegada e intravertida en la inmensa mayoría de pobladores
campesinos indoamericanos, hacía acto de presencia histórica.
El Perú como Rusia es un pueblo
de campesinos. De los cinco millones de habitantes que tenía en 1927 el Perú,
cuatro quintas partes constituían labradores indígenas. Bolivia, El Ecuador,
Colombia, la mitad de la Argentina, integran la colectividad agraria de los
Andes, cuyos problemas son comunes a otros países como Venezuela, como el
Brasil, como México y la América Central. Un fuerte porcentaje de pobladores de
raza aborigen forma el elemento básico de las naciones americanas. Estas
repúblicas contienen un conflicto no resuelto entre dos mundos: la minoría
europeizada y las grandes mayorías indígenas. La realidad trágica es que estas
repúblicas ostentan un ridículo republicanismo democrático en que el progreso y
los derechos son privilegios de minorías, de los cuales están al margen
millones de indios “piojosos mal olientes, ignorantes, analfabetos” que no son
ciudadanos, no pertenecen al Estado, están fuera de la sociedad. Para el
campesino indio, toda relación con el Estado y la sociedad se resuelve en
obligaciones. El campesino indio está fuera de la órbita del derecho, sin
embargo de que las constituciones y las leyes lo proclaman jurídicamente igual
a sus opresores.
Después de haber ensayado la
interpretación esquemática de la historia del incanato, Luis E. Valcárcel,
anunció el advenimiento de un nuevo mundo, de un nuevo indio, en un movimiento
histórico sobre la resurrección de la cultura inca. “La tempestad en los
Andes”, de Luis E. Valcárcel, tiene una entonación profética en que la sierra
peruana se llena de esperanzas en una nueva sociedad integrada por los indios
nuevos que superan y reivindican al pueblo parasitario anquilosado, canceroso,
alcohólico y carcomido, en que ha degenerado el mestizaje negativo del español
y el indio; que se liberan del despotismo del gamonal indígena y la mita, del
latifundista y el gendarme. Es el indio revolucionario, el indio socialista.
La fe en el resurgimiento
indígena no proviene de un proceso de occidentalización de la tierra kechua. No
es la civilización, ni el alfabeto de los blancos lo que levanta el alma del
indio. Es el mito, la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena
en Valcárcel, como en José Carlos Mariátegui, es absolutamente revolucionaria.
El pueblo incaico que construyó el más desarrollado y armonioso sistema
comunista ve una clara relación en su futuro con las corrientes revolucionarias
mundiales abiertas por el proceso universal de la revolución proletaria. El
proletariado indígena esperaba su Lenin, y este se anunciaba en Mariátegui,
quien llegó a la valoración justa de lo indígena por la vía [del] Socialismo
Científico, en sus prodigiosos ensayos sobre la realidad peruana, que
expresaron la trágica realidad indoamericana.
Los que no
habían roto el cerco de la educación liberal burguesa, se entretenían en
barajar el problema racial y escamoteaban la realidad social y sus
consecuencias políticas en un lenguaje idealista.
La solución del
problema indígena, según ellos, no parte de una transformación social y
política, sino de una evolución lenta y normal,
que transforme la multitud de costumbres y vicios de las poblaciones
indias, sin cambios revolucionarios.
Según
Mariátegui, el problema indígena no admite ya la mistificación a que
perpetuamente lo han sometido los abogados y literatos agentes de la casta
latifundista. La miseria material y moral de la raza indígena aparece netamente
como una simple consecuencia, como el resultado necesario del régimen económico
y social que sobre ella pesa desde los siglos de la Conquista, que fue un hecho
político, agravado por la Colonia que también fue otro hecho político. La
Independencia, otro hecho político, no correspondió a la radical transformación
de la estructura económica y social de las naciones americanas. Sin haber
tocado la estructura colonial, abrió sin embargo a las masas el camino de la
emancipación política y social. La república desvió el proceso al convertir la
obra de los libertadores en usufructo de una minoría de gamonales. El gamonalismo
designa, a la luz del análisis profundo que hace Mariátegui, todo el fenómeno.
El gamonalismo está representado no sólo en los latifundistas; comprende una
larga jerarquía de funcionarios, intermediarios, agentes y parásitos. El indio
alfabetizado también se transforma en gamonal explotador de su propia raza
cuando se pone al servicio del sistema. El factor esencial está en la hegemonía
de la gran propiedad semifeudal, en la política semifeudal y en el mecanismo
del Estado. Por consiguiente es sobre ese factor sobre el que se debe actuar si
se quiere atacar en su raíz el mal. La liquidación del gamonalismo, o del
régimen semifeudal, podía haber sido realizada por la República dentro de los
principios liberales y capitalistas, pero estos principios se han visto
ahogados por la propia clase encargada de aplicarlos, en razón de su
dependencia del imperialismo. Por eso el pensamiento revolucionario, no puede
ser ya liberal, sino socialista. El Socialismo aparece en la historia de
América como una necesidad y una exigencia histórica, porque el régimen
económico y social que rige se ha convertido gradualmente en una fuerza de
colonización de los países latinoamericanos por el capitalismo imperialista
extranjero. Por eso ya no es posible, sostiene Mariátegui, ser efectivamente nacionalista y
revolucionario sin ser socialista.
Contra la
proposición de Mariátegui de redimir al indio insertando el indigenismo dentro
del movimiento revolucionario mundial por el Socialismo se alzaron los
indigenistas puros con José Ángel Escalante a la delantera, escritor de linaje
indiano, parlamentario, propietario del periódico El Comercio del Cuzco. Ellos
consideraban falsa la presentación del indio gemebundo y humilde, servil y
melancólico que se arrastra lleno de taras físicas y morales bajo el látigo del
gamonalismo. A su juicio el indio estaba entero: No había tal degeneración. El
indio se conservaría puro en la máxima integridad de sus cualidades étnicas. El
porvenir del Perú, y el predominio de América estarían vinculados al papel
histórico que correspondía jugar a esa raza en los destinos de la humanidad. En
el seno de la gran raza deberían
fundirse los mestizajes. Debería ser el indio el que absorbiera al mestizo, al
cuarterón, al cholo, al mulato.
Pero en el fondo
se defendía la política paternalista del “déspota ilustrado” Leguía, que había
fundado patronatos y organismos protectores del indio. El olfato de los
intelectuales defensores del sistema les permitía percibir el anuncio de una
tendencia revolucionaria que utilizaría la fuerza y la exasperación de las
grandes masas indígenas para el entronizamiento de los ideales proletarios en
América. Les asustaba la demolición social.
En el Cuzco
nació el grupo “Resurgimiento”, asociación de trabajadores intelectuales y
manuales para realizar una gran cruzada por el indio. Como lo anotaba
Mariátegui, el grupo no parecía sólo como consecuencia de las denuncias de los
desmanes y crueldades del gamonalismo. El proceso de gestación del grupo hundía
sus raíces en el movimiento espiritual de los que consideraban que el progreso
del Perú sería falso, si no llegaba a constituir la obra de redención de la
gran masa en su mayoría indígena y campesina.
Por su parte
Luis Alberto Sánchez terció, sosteniendo que no le parecía sincera la posición
indigenista de los “vanguardistas”, de los falsos apóstoles del indigenismo, de
los costeños que no conocen al indio. Sánchez pugna por que al indio se le
libre de las taras presentes y futuras y especialmente de la compasión
irritante con que sus defensores le tienden la mano protectora, en vez de
contentarse por el momento con hacerle la vida llevadera y mañana ponerlo en
aptitud de resolver sus propios problema. En el fondo lo que repudiaba era la
aleación del indigenismo y el socialismo. La infundada alusión de Sánchez
provocó contundente réplica de Mariátegui quien con toda lógica sostuvo que en
cuanto el socialismo ordena y define las reivindicaciones de las masas, de la
clase trabajadora, siendo en el Perú la clase trabajadora integrada en su
inmensa mayoría por indios, no podría haber socialismo peruano, ni siquiera
socialismo, si no se solidarizase, primeramente con las reivindicaciones
indígenas. En esta actitud no se esconde ninguna actitud oportunista, ni se
descubre nada de artificio, si se reflexiona sobre lo que es el socialismo. En
este indigenismo que tanta aprehensión producía a Luis Alberto Sánchez, no
existe ningún nacionalismo exótico, sino la creación de un real nacionalismo
peruano. “Confieso –agrega Mariátegui- haber llegado a la comprensión, al
entendimiento del valor y el sentido de lo indígena en nuestro tiempo, no por
el camino de la erudición libresca ni de la intuición estética, ni siquiera de
la especulación teórica, sino por el camino –a la vez intelectual, sentimental
y práctico- del socialismo.” No había en Mariátegui dogmatismo, ni
esquematismo, sino convicción profunda, pasión ideológica y fervor. El espíritu
de Mariátegui no era dogmático, sino certeramente afirmativo, y constructivo,
sin temor a las consecuencias y asumiendo los riesgos de sus afirmaciones.
Sánchez representaba el papel de los intelectuales “espectadores”. Profesaban
el indigenismo como un movimiento literario de vanguardia sin muchos
compromisos políticos ni sociales. La defensa del indio sin demoler las estructuras
sociales, ni combatir el sistema, era más una escuela literaria que una
posición de combate. Mariátegui por el contrario fue un combatiente con una
filiación y una fe, sometidas a la confrontación, a la contradicción y al
choque de contrarios. Su revista “Amauta” que se difundió por América y España,
fue un faro. “AMAUTA” fue una revista de vanguardia, pero con una ideología y
un espíritu; fue una tribuna, en la que participaban diferentes opiniones
sociales y económicas y colaboraban los más avanzados escritores en el campo
artístico, literario y científico. Pero fue una revista, de definición
ideológica, de izquierda, de coordinación de ideales históricos
revolucionarios, para identificar un nuevo nacionalismo. No el nacionalismo
conservador, en Europa reaccionario y
precursor del fascismo, sino el nacionalismo revolucionario de los pueblos
coloniales, anti-imperialista que confluye al socialismo.
Al término de la
polémica, Mariátegui inició la publicación de los SIETE ENSAYOS SOBRE LA
REALIDAD PERUANA, la primera y más completa interpretación histórica de la
realidad americana, bajo la guía del Marxismo. Desde ese ángulo, declarando
superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que se apoyó la
causa pro-indígena como prolongación de la campaña de fray Bartolomé de las
Casas, trató el problema de la tierra identificado con el problema del indio,
como el problema de la liquidación de la feudalidad que el régimen demo-burgués
fue incapaz de resolver. En cien años de República, no había existido una
verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista. La antigua clase
feudal camuflada de burguesía republicana, mantenía sus posiciones de clase
dirigente. La supervivencia de un régimen de latifundistas como clase dirigente
produjo el mantenimiento del latifundio. La desamortización de bienes de
encomiendas y resguardos coloniales que inició la independencia, no condujo al
desenvolvimiento de la pequeña propiedad sino al latifundio de los grandes
republicanos. La gran propiedad territorial se engrandeció y fortaleció a
despecho del liberalismo teórico de nuestras constituciones. El fraccionamiento
del latifundio es tarea liberal y democrático-burguesa, pero la forma
individualista resultaría ineficaz y antagónica ante el factor incontestable y
concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema agrario: la
supervivencia de la comunidad y de elementos del socialismo práctico en la
producción agrícola y en la vida indígenas.
La subordinación
del problema indígena al problema de la tierra resulta de razones específicas:
El pueblo inkaico era un pueblo de campesinos dedicado a la agricultura y el
pastoreo. Las industrias, las artes, tenían carácter doméstico y rural. En el
Perú de los Inkas, es más cierto que en ninguno otro pueblo el principio de que
“la vida viene de la tierra”. Las obras colectivas más admirables del
Tawantisuyu tuvieron un objeto militar, religioso en función de las labores
agrícolas. Los canales de irrigación de a sierra y de la costa, los andenes y
terrazas de cultivo de los Andes quedan como los mejores testimonios del grado
de organización económica alcanzado por el Perú Inkaico, cuya civilización
agraria se extendió por todo el continente suramericano. El culto de “Mama
Pacha” es el culto de la tierra, es par de la heliolatría e implica el
comunismo agrario. Como el Sol, la tierra no es propiedad de nadie sino de la
comunidad.
La propiedad
colectiva de la tierra cultivable por el Ayllú o conjunto de familias; la
propiedad colectiva de las aguas, de las tierras de pastoreo, de los bosques;
la federación de los Ayllús; la cooperación común en el trabajo; la apropiación
tripartita de la producción, entre el Sol, el Inka y el Ayllú, es lo que se ha
denominado comunismo inkaico.
La destrucción
de esta economía y de la cultura que se nutría de su savia fue la obra del
coloniaje, no aportó la sustitución de una estructura superior. El régimen
colonial aniquiló y destruyó la economía agraria sin reemplazarla por una
economía de mayores rendimientos. Bajo la dominación inkaica, hubo una nación
de diez millones de hombres con estado eficaz y orgánico cuya acción benéfica
llegaba a todos los ámbitos. Bajo la colonización, los nativos se dispersaron y
redujeron a una anárquica masa de un millón de siervos oprimidos y en proceso de
retroceso. El coloniaje impotente para organizar una economía feudal, enjertó
en ésta elementos de la esclavitud. Estas formas no pueden ser liquidadas
dentro de los principios liberales y capitalistas. El Socialismo aparece no por
razones de azar, ni por circunstancias de imitación o de moda, sino como un
sino histórico. El régimen económico y social de las clases dirigentes se ha
conservado en una fuerza de colonización del país por “La tempestad de los
Andes” de Valcárcel, según Mariátegui, no parte de una doctrina, es un
evangelio algo apocalíptico. Allí no están los principios que harán la
revolución de la raza indígena, pero están sus mitos y el Mito en la formación
de los grandes movimientos populares, no pueden desestimarse ni subestimarse.
Mariátegui el
Lenin de América, murió prematuramente, el16 de abril de 1930. Era limeño y
desde su infancia padeció de gran debilidad física. Sufrió su primera crisis
grave a los siete años y desde entonces quedó lisiado con una pierna encogida.
Frecuentes crisis lo ponían al borde de la muerte. Periodista, escribió
cuentos, frecuentó artistas, bailarinas, violinistas, pintores. Evadido de la
literatura frívola, se matriculó en la Universidad Católica para estudiar
latín, promovió el movimiento de Reforma Universitaria y después de combatir la
dictadura de Leguía se ausentó a Europa, donde halló la confirmación de su
socialismo en el estudio y el conocimiento del Marxismo y encontró la compañera
de su vida, la italiana Anita Chiappe. A su regreso a Lima funda con Haya de La
torre el movimiento de fusión del estudiantado y el proletariado. Se agrupó con
los organizadores de la Universidad Popular González Prada conjunto de escuelas
de enseñanza política de orientación marxista, foco principal del huracán
revolucionario, que en marzo y octubre de 1923 enfrentó los núcleos de obreros
y estudiantes al régimen y produjo la deportación masiva de dirigentes
intelectuales. Mariátegui sufrió continuas prisiones. Desde la revista Amauta
se convirtió en dirigente continental. La fundación del APRA (Alianza
Proletaria Revolucionaria Americana) por la socialización de la tierra y contra
el imperialismo americano tuvo un sentido continental y el alcance de unir a
todos los progresistas del continente, entre los cuales se contaban figuras de
tanta importancia como Waldo Frank. Cuando se disponía a viajar a la Argentina
y cuando era aclamado su nombre en Chile, la enfermedad que lo acompañaba lo
redujo al lecho y lo obligó a internarse en una clínica, donde murió pocos días
después. Su sepelio fue una grandiosa manifestación de obreros y estudiantes
con banderas rojas y cantando la Internacional”. Homenajes a su memoria se
rindieron en la Argentina, El Uruguay, Chile y Cuba. En Colombia Mariátegui fue
el paradigma de cuantos nos iniciábamos en el conocimiento de nuestro pueblo y
en la vía del Socialismo.
Al expirar
Mariátegui, la tempestad se apagó en los Andes y se dispersó sobre el
continente. El advenimiento del fascismo a Europa, la derrota de la República
española, el proceso de la segunda guerra mundial, la guerra fría con sus
regímenes militares y las falsas reformas agrarias financiadas por el
imperialismo americano y realizadas por la demoburguesía reformista,
transformaron el APRA en movimiento conciliador y proimperialista. La estrella
de la revolución pasó al Norte, se instaló en la Sierra Maestra y llevó el
Socialismo a Cuba. No obstante el espíritu de Mariátegui está presente en todos
los movimientos revolucionarios de América, como está presente y aún no
resuelto el problema de la tierra para las mayorías de campesinos y
trabajadores descendientes de los aborígenes. Si Mariátegui no pudo ser el
Lenin de indoamérica, es el precursor de la revolución socia-lista por él
comenzada, represada, inconclusa y ahora
más necesaria cuanto el desarrollo por la vía del capitalismo independiente ha
entrado en su crisis final.
Texto manuscrito escrito por Montaña Cuéllar en el reverso de la página 3 de su ensayo indigenista (Nota complementaria).
Nota complementaria
La vocación
hacia la Sociología y la convicción de que el camino de la dependencia era
falso, nos llevó al estudio de las culturas precolombinas y específicamente a
investigar la cultura Chibcha.
Desde un
seminario organizado por el profesor de Sociología Monseñor José Alejandro
Bermúdez hicimos el primer [ilegible] sobre la cultura Chibcha con base en los
valiosos trabajos de Don Miguel Triana; la ampliación de su trabajo fue
presentada como tesis para obtener el grado de doctor en Derecho y Ciencias
Sociales en la Facultad Nacional de Derecho, bajo el título “Posibilidades de
que Colombia sirva de marco a una cultura”. Era un homenaje a la cultura aborigen,
pero ante todo una inscripción en la línea de combate contra la postura de la
generación del Centenario aparecida en 1910 que se caracteriza por su
desmesurado culto al mundo europeo y su grande escepticismo sobre las
posibilidades del hombre colombiano.
El 5 de junio
de 1928, en un ciclo de conferencias organizado por Alfonso López Pumarejo para
desestabilizar el régimen conservador decadente, Laureano Gómez dictó su
conferencia sobre “Interrogantes al
progreso nacional” que reunía las ideas y sentimientos de la generación del
Centenario a saber: Colombia no podía aspirar a su tierra en humanidad porque
jamás había servido de marco natural a una verdadera cultura, ni reunía los
caracteres de las comarcas propicias al desenvolvimiento de actividades aptas
para el sustentamiento de grandes empresas humanas.
Para sustentar
tan arbitraria afirmación se sostenía que dentro de la zona en que se halla
ubicado nuestro país, 10 grados al Norte y 10 al Sur de la línea equinoccial,
no existía ninguna comarca que a todo lo largo de la historia del género humano
haya sido asiento a una cultura. En segundo lugar que nuestra raza [?]
resultante de una deplorable aleación [?] de españoles, indios y negros carece
de los privilegios para la construcción [?] de una civilización independiente y
autónoma.
[1] Sobre la margen izquierda y en el reverso de la página 3 del documento original, su autor redactó con
su puño y letra un texto relacionado con el contenido del escrito principal,
como algo que se debería incluir más adelante; por eso hemos decidido colocarlo
de manera independiente al final, como una nota complementaria.