Ruinas de Machu Pichu (foto de Héctor Llanos V.)
A
Felipe Borràs, Carlos Forero y Oscar Romero
Presentación
A mediados del siglo
XIX, Charles Darwin (1809-1882) demostró que la vida en la tierra era el
resultado de una evolución, de una lucha por la supervivencia de todas las
especies animales, entre las que incluía la humana. Del tronco evolutivo de los
primates superiores se desprendió la rama de los homínidos que culminó con el
homo sapiens.
No es exagerado
proponer que la historia de la humanidad se puede dividir en un antes y un
después de la publicación de la obra El
Origen de las especies, en 1859. La teoría de la evolución confrontó las
propuestas filosóficas y religiosas que habían tenido el poder hegemónico de
explicar el origen del universo y las transformaciones de la vida en la tierra.
Descubrir que los homo sapiens hacen parte de la evolución iniciada con células
simples, hace millones de años, es uno de los grandes seísmos de la humanidad.
La teoría de la
evolución ha generado una gran paradoja, en tanto puede significar que ya no
habrá más evolución natural. En principio, todos los seres vivos están abocados
a luchar para sobrevivir, como lo habían hecho durante millones de años, pero, la
aparición de la especie humana fue una anomalía, al generar un homínido con una
capacidad cerebral que le ha permitido liberarse de las leyes de la adaptación
natural que le dieron origen. Las sociedades prehistóricas, aunque inmersas en
la naturaleza, fueron conociéndola poco a poco. Estos homo sapiens elaboraron
las primeras cosmovisiones o pensamientos complejos con los que explicaron el
mundo en el que habitaban. Al hacerlo, dieron un gran paso en su proceso de
autonomía cultural, al descubrir que tenían la capacidad de interactuar con las
fuerzas que gestan y anulan la vida.
En un proceso histórico
de miles de años, las sociedades humanas lograron producir una ciencia moderna
con un potencial tecnológico que se puede calificar como la mayor confrontación
de las leyes evolutivas. Hoy en día, los científicos han comprobado que tienen
conocimientos suficientes para interferir en los procesos vitales; que pueden
logran una reproducción asexuada o clonación y manipular las células que
determinan la herencia genética; procesos asombrosos o mutaciones que eran
propios de la evolución natural o el resultado de un acto de creación divina. Lo
mismo se puede decir del descubrimiento y control de los elementos que constituyen
la materia-energía, las moléculas y los átomos, con efectos asombrosos como la
energía atómica y las revolucionarias innovaciones de la nanotecnología. Claro
está que estos grandes descubrimientos, que pueden transformar la evolución de
la vida, no significan todavía que los seres humanos controlen las poderosas
fuerzas telúricas, como los movimientos de la corteza terrestre asociados a
erupciones volcánicas, ni tampoco a los cambios climáticos, que producen
cataclismos.
De la ciencia moderna depende
la evolución de la vida, si es que se puede seguir usando este concepto como lo
definió Darwin. Se ha demostrado que esta evolución científica puede ser más radical
que la lenta evolución natural. La supervivencia de millones de seres humanos
está determinada por los descubrimientos científicos y las innovaciones que
producen sus aplicaciones tecnológicas, fundamentadas en sistemas
computarizados y medios de comunicación satelitales. La ciencia ha producido la
llamada inteligencia artificial que interviene en todas las conductas cotidianas.
Ahora se habla de una nueva era científica, la robótica, que se impulsa por ser
más rentable para la economía mundial, al ser máquinas eficientes y precisas (sin
componentes emocionales), que no constituyen un sistema laboral, con deberes y
derechos sociales.
Las personas se ven
abocadas a vivir en edificios o en ciudades inteligentes; a utilizar medios de
comunicación digitales, a destruir recursos naturales y a consumir otros que son contaminantes; a
comer alimentos transgénicos y a comprar mercancías fabricadas con materiales
químicos que producen efectos negativos en su frágil organismo. De las
innovaciones científicas depende la economía mundial y por lo tanto el poder
político, que de manera globalizada establecen las leyes de la supervivencia,
tanto de la flora y la fauna como de los seres humanos.
La consciencia y las pulsiones humanas
En todos los animales
existen los instintos que han intervenido en la lucha por sobrevivir y por lo
tanto en los procesos de transformación evolutiva. Con la aparición de la especie
homo sapiens también se produjo una anomalía emocional; en los seres humanos, las
fuerzas instintivas, que generan la reproducción y causan la muerte, se
convirtieron en pulsiones que actúan en todo su cuerpo como una compleja
realidad psíquica.
En la lucha por la
supervivencia de los seres humanos aflora la búsqueda del placer que está
ligada a una pulsión destructora, a una competitividad que se manifiesta como envidias
o celos, que producen inseguridad, temor y angustia. Paradójicamente, el
erotismo y la pulsión de muerte están asociados al acto de poseer, dominar o al
menos de controlar al otro. Los animales matan para poder sobrevivir; en los
seres humanos el instinto de matar se transformó en una pulsión permanente y
difícil de controlar, que ayuda a explicar su faceta destructiva, no solamente
de la naturaleza, sino, también, de sus congéneres, llegando al extremo
devastador de las guerras, como una constante histórica de la civilización. Las
pulsiones, que llevan a las pasiones, por ser estados emocionales latentes y
difíciles de controlar, necesitan ser reguladas por la cultura, generándose un
malestar en los individuos, como lo planteó Sigmund Freud (1856-1939). Las
pulsiones por ser polimorfas, también producen estados emocionales subliminales,
que en lugar de destruir, construyen obras humanitarias, creaciones
intelectuales y artísticas.
Los primeros homo sapiens
se diferenciaron de los animales por tomar consciencia de la muerte, por
comprender que la vida es efímera, que todo lo que nace muere. Esta
comprensión espacial-temporal del ciclo
vital produjo muchas preguntas sobre el origen de la vida y las causas de la
muerte, que dieron origen a los primeros pensamientos mágicos en los cuales las
personas y los animales interactuaban de
acuerdo con sus atributos naturales, indispensables para la supervivencia. En
estas cosmovisiones míticas, la vida y la muerte dependían de los espíritus de
la naturaleza; comunicarse con ellos significaba establecer vínculos familiares
ancestrales originados en los padres creadores de todo lo existente. Morir no
implicaba dejar de ser, sino seguir existiendo en el espacio-tiempo de los
espíritus que se comunicaban con los chamanes cuando alteraban su conciencia
con el consumo de plantas sagradas, en espacios rituales.
En la antigua Grecia la
pulsión de muerte estaba vinculada a Cronos, el Tiempo (hijo de Saturno y Rea),
el rey implacable que devoraba a sus
hijos al nacer y quien, después de ser derrocado por su hijo Zeus, fue encerrado
en el Tártaro, el mundo donde residen eternamente los muertos. La eternidad era
el espacio-tiempo de los dioses y los muertos, a diferencia del espacio-tiempo
de los mortales que fue creado por Mnemosina, la Memoria (hermana de Cronos) y
madre de las Musas engendradas con Zeus, entre las cuales estaba Clío (la
Historia) que cantaba los relatos heroicos, para que no fueran olvidados por
los humanos.
Recordar el pasado es
una necesidad humana que contrarresta las pulsiones de muerte. La historia
siempre ha existido como memoria en la mente (consciente e inconsciente) de
todos los seres humanos, ya sea como tradición oral que se transmite de generación
en generación. En el mundo moderno, la historia ha sido transformada en un
conocimiento científico fundamentado en una secuencia espacio-temporal
(pasado-presente-futuro), en la que se ordenan e interpretan los hechos y las
circunstancias, de diversas formas. La historia es una creación cultural de los
historiadores que con su pensamiento reconstruyen el pasado leyendo documentos
antiguos; y de manera especial, es la experiencia que viven los arqueólogos
cuando investigan un asentamiento o ruina del pasado, y saben que cuando se introducen en la excavación
están pisando un espacio-tiempo muerto, diferente al presente que experimentan
cuando se retiran de la misma. También existe la historia concebida como un
túnel del espacio-tiempo por el que se viaja al pasado; creación poética que ha
sido recreada por escritores y cineastas.
Una bella metáfora es
decir que la historia de la humanidad es un palimpsesto. Pero, como la historia
va más allá de la escritura sobre un pergamino, se puede hablar de una arqueología
en su significado primigenio o arquetípico, que lleva a pensar en el oficio de
excavar ciudades muertas para rescatar tesoros de la antigüedad, casi siempre guardados
en las ruinas de palacios o en tumbas reales. Los saqueadores de tumbas fueron
aventureros que no le tuvieron miedo a los efectos contaminantes de los
cadáveres putrefactos o esqueletos, ni a los espíritus de los muertos. Los
fabulosos tesoros fueron trasladados a los museos para ser observados por miles
de visitantes, que los admiran no solamente por su valor monetario, sino, como
símbolos del poder que perduran después de la muerte.
A partir del siglo XIX
las ruinas y las tumbas fueron concebidas como espacios y objetos científicos desprovistos
de su poder mágico. La arqueología como ciencia moderna siguió interesada en
recuperar el pasado muerto, en buscar el tiempo perdido que reitera el presente.
Es paradójico constatar que cuando la civilización moderna se fortalecía con la
revolución industrial emergía la arqueología como ciencia y Darwin planteaba la
teoría sobre el origen de las especies; al mismo tiempo que se construían
fábricas y ciudades de obreros se estaban desenterrando las ciudades de
antiguas civilizaciones del mundo clásico y del próximo oriente. El ser humano
moderno no se puede desprender del cordón umbilical (historia) que lo vincula a
sus progenitores, a sus orígenes arquetípicos (arqueología), cuando los
primeros homo sapiens iniciaron el proceso de independencia de las leyes de la
naturaleza.
Las huellas y ruinas
del pasado no hay que reducirlas a restos materiales, sino, concebirlas como
evidencias complejas que contienen pensamientos ancestrales. Los yacimientos
arqueológicos pueden ser vistos como un libro en el que cada página es una
delgada capa de una estratigrafía metafísica; el arqueólogo es la persona que
va leyendo cada hoja, y al hacerlo, la arranca o destruye, claro está, que después
de registrarla como una memoria. Las excavaciones como los libros de las
bibliotecas pueden ser leídas como el oficio de un arqueólogo del pensamiento,
como lo propuso Michel Foucault (1926-1984); y como ya lo planteó el filósofo Friedrich
Nietzsche (1884-1900), los seres humanos están ubicados en la puerta el
Instante en la que convergen dos caminos eternos que se pueden recorrer y en
los que ya todo puede haber existido. Este portal lleva a comprender el eterno
retorno de lo idéntico, actitud solitaria que lleva a encontrar el éxtasis
creador como alternativa para no quedarse en el nihilismo, que como pulsión de
muerte, destruye, en lugar de crear.
Los avanzados medios de
comunicación satelitales están alterando el reloj biológico de los seres
humanos. Durante miles de años, el sol y la luna crearon el día y la noche, el
tiempo de la vigilia y el sueño, de la aurora, cuando cantan las aves que
anuncian que la vida continúa. Las sociedades humanas se inventaron los
calendarios para programar su existencia, para darse cuenta del carácter
efímero de la vida. El nacer y el morir
generaron la memoria del pasado. Las personas antes de morir, además de
perdurar genéticamente en los hijos engendrados, les transmiten una herencia
cultural, un conjunto de creencias, conocimientos y valores éticos, como
estrategia de supervivencia. Cada generación está en la puerta el Instante, vive
su propio presente, en el que cumplen con su misión. La llamada historia es una
secuencia de presentes, de ciclos vitales generacionales, que viven y mueren y
se acumulan como las tumbas en un mausoleo o un cementerio. Esta certeza la
confirman los historiadores y los arqueólogos, aunque estos últimos, de manera
más patética, porque excavan cementerios o ruinas de un espacio-tiempo muerto.
Olvidar o negar la
historia es otra de las paradojas de la modernidad, al suponer que el presente es
un punto cero que tiene sentido como futuro, lo que implica separarlo del
pasado. De ser así, los seres humanos modernos tendrían que ser autómatas que
no tienen raíces ancestrales. Desconocer la naturaleza humana es dejar de
soñar, es negar las pulsiones de muerte que están presentes desde el nacimiento;
utopía (distopía?) peligrosa con la que se puede justificar cualquier discurso
manipulador de los deseos, masificador y autoritario, como ya ha sucedido en el
pasado. Es mejor no olvidar lo que somos en este instante.
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