Ídolo de chamán jaguar de la cultura Agustiniana, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V.)
Adoradores de falsos dioses [1]
Los procesos de adoctrinamiento de los pueblos aborígenes americanos tuvieron un soporte
fundamental en el lenguaje de las imágenes, al ser concebidas como un arte de
la representación que encausa los sentidos y los deseos hacia la espiritualidad
del adoctrinado. Paradójicamente, al
mismo tiempo que las imágenes de los indígenas
fueron re-significadas como ídolos y
sus religiones calificadas como idolatrías (adoración de falsos dioses), los doctrineros recurrieron, con bastante
énfasis, al uso de imágenes religiosas para enseñar las verdades católicas.
La veneración de las imágenes sagradas ha sido un
importante tema de análisis teológico desde los inicios del cristianismo, sobre
todo por parte de los Padres de la
Iglesia. En los primeros siglos del cristianismo, aunque dominaba el
clasicismo griego y romano, los cristianos empezaron a identificarse o
diferenciarse por la utilización de modestas iconografías,
individualizadas y vinculadas principalmente a Cristo (arte de las catacumbas).[2]
En los diferentes concilios que se dieron a partir de
la aceptación del cristianismo por parte del emperador Constantino, en el siglo
IV, se debatió entre sus temas teológicos, con carácter dogmático, la
validez de las imágenes sagradas, sobre todo en lo referente al misterio de la Trinidad y la encarnación de Cristo en la Virgen María. Ante el temor de caer en la idolatría pagana se discutieron argumentos, unos a favor de las imágenes artísticas (iconofilia) y otros en contra de las
mismas (iconoclasia). El rechazo a la
idolatría se encuentra en el Antiguo Testamento con la ley mosaica de
las Tablas de la Ley, que ordena en
su segundo mandamiento: No tendrás dioses
ajenos delante de mí. No harás para ti obra de escultura ni figura alguna de lo
que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de las
cosas que están en las aguas […],
postulado que será mantenido por el judaísmo y el posterior islamismo, pero el
cristianismo, a diferencia de las otras dos religiones monoteístas, terminó
desarrollando un discurso teológico a favor de las imágenes sagradas, que fue
consagrado en el concilio de Nicea y en
contra de la posición iconoclasta
radical asumida por la iglesia de Constantinopla, en el siglo VIII.[3] El rechazo de las imágenes por parte de los iconoclastas se estableció para evitar la actitud de
adoración (latría) que tomaba la
comunidad cristiana frente a los iconos: besarlos y prosternarse ante ellos, como lo hacían los paganos frente a los ídolos, en tiempos de la gentilidad. Estas
actitudes deberían hacer sentir vergüenza a los cristianos, lo que les sería
recordado por los judíos y los musulmanes.
En el concilio de Nicea (año 787) se aprobó un
principio fundamental con respecto a las imágenes sagradas. La idolatría se la combatió al determinarse
arbitrariamente que los ídolos de los
paganos eran obra del Demonio, a diferencia de los iconos que
eran espirituales y por lo tanto representaciones sagradas que merecían una
veneración, de igual manera que la cruz y los objetos de culto. En el caso del
misterio de la Trinidad se estableció
que las tres personas tienen una misma naturaleza, por eso lo que es objeto de adoración (dulia) en sus iconos es
la persona singular representada (con sus rasgos que la distinguen) o el
supuesto (hipóstasis). También se estableció que el fin del icono es la
predicación sagrada, porque la palabra y la imagen son equivalentes, al
hablar de lo mismo (el misterio de Cristo).
Anónimo, Arcángel Miguel sometiendo al Demonio, Quien como Dios, siglo XVII, iglesia de Sopó (Cundinamarca); catálogo exposición Figuras de éxtasis. Arte Barroco en Colombia, Presidencia de la República de Colombia, Ministerio de Relaciones Exteriores, Instituto Colombiano de Cultura, París, 1997.
Durante el medioevo se dio la caída de los ídolos paganos ante la poderosa presencia de Dios. Los dioses de los gentiles fueron objeto de burlas y transformados en demonios; sustituidos por esculturas y pinturas cristianas, como se
aprecia en las vidrieras y los pórticos de piedra de
las grandes catedrales góticas y en las miniaturas, que ilustraban la Biblia y los libros devocionales.[4]
Con
la llegada del Renacimiento se recuperaron los ídolos paganos, pero no como el renacimiento de los dioses de la antigüedad clásica, sino
como representaciones de un canon artístico que fundamentaría el arte de la modernidad. El arte gótico fue reemplazado por el estilo clásico renovado, a
partir de los ideales estéticos neoplatónicos, integrándose en un mismo estilo las representaciones simbólicas sagradas y las profanas. Posteriormente, el resurgimiento y
auge de la filosofía y las artes clásicas fueron controlados por la
iglesia de Roma en el concilio de Trento (1545–1563), en el que se decretó un
cuerpo doctrinal unificado y se ordenó el desarrollo de las artes para el
adoctrinamiento, en contra de la iconoclasia
protestante, bajo la supervisión de las autoridades eclesiásticas, lo que ayuda
a entender el esplendor del arte religioso pos-tridentino.
La iglesia católica, con el concilio de Trento reiteró
que las imágenes religiosas no son los seres sagrados, sino, representaciones
necesarias para que los creyentes se comuniquen con ellos. Por exclusión, las
demás religiones fueron calificadas como
paganas o infieles,
porque trataban sus ídolos como imágenes vivas,[5] en las que no se hacía una diferenciación entre las imágenes y los
seres representados. En el texto oficial del concilio de Trento es clara y
reiterativa la posición de la iglesia romana:
[…] que se deben tener y conservar,
principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de
Dios, y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y
veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por
la que merezcan el culto; o que se les deba pedir alguna cosa; o que se haya de
poner la confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles,
que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las
imágenes, se refiere a los originales, representados en ellas; de suerte, que
adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia
nos descubrimos y arrodillamos; y veneramos a los santos, cuya semejanza tienen:
todo lo cual se haya establecido en los decretos de los concilios, y en
especial en los del segundo Niceno, contra los impugnadores de las imágenes.
Enseñen con esmero los Obispos que por medio
de las historias de nuestra Redención, expresadas en pinturas, y otras copias,
se instruye y confirma el pueblo recordándoles los artículos de la fe, y
recapacitándoles continuamente en ellos: además que se saca mucho fruto de
todas las sagradas imágenes, no solo porque recuerdan al pueblo los beneficios
y dones que Cristo les ha concedido; sino también se exponen a los ojos de los
fieles los saludables ejemplos de los Santos, y los milagros que Dios ha obrado
por ellos; con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y
costumbres a los ejemplos de los mismos Santos; así como para que se exciten a
adorar, y amar a Dios y practicar la piedad. Y si alguno enseñare, o sintiere
lo contrario a estos decretos, sea excomulgado. Más si se hubieren introducido
algunos abusos en estas santas y saludables prácticas, el santo Concilio desea
ardientemente que se exterminen de todo punto, de suerte que no se coloquen
imágenes algunas de falsos dogmas, ni que den ocasión a los rudos de peligrosos
errores. Y si aconteciere que se expresen y figuren en alguna ocasión historias
y narraciones de la Sagrada Escritura, por ser estas convenientes a la
instrucción de la ignorante plebe; enséñese al pueblo, que esto no es copiar la
divinidad, como si fuese posible que se viese esta con ojos corporales, o
pudiese expresarse con colores, o figuras. Destiérrese absolutamente toda
superstición en la invocación de los Santos, en la veneración de las reliquias,
y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese
en fin toda torpeza; de manera que no se pinten, ni adornen las imágenes con
hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los
Santos, ni de la visita de las reliquias, para tener combitonas, ni
embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar
los días de fiesta en honor de los Santos…que nada se vea desordenado, o puesto
fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano, y nada deshonesto; pues es
tan propia de la casa de Dios la santidad.[6]
Para la iglesia católica, el temor y el rechazo a la idolatría de los paganos justificó la
diferenciación filosófica entre la imagen artística y la cosa representada, lo que no
sucedió con los textos sagrados. Estos adquirieron un carácter dogmático y
preponderante al ser la presencia directa del Verbo Divino. Los contenidos de los misterios cristianos se aceptaban no por un raciocinio sino como creencias, por un acto de Fe. Las sagradas escrituras no se podían interpretar de manera libre, sino con procedimientos exegéticos que se reiteraban con una intertextualidad, por parte de personas doctas, con autoridad eclesiástica.
Durante el período Barroco el arte fue concebido como un medio de adoctrinamiento; fue una práctica devocional en la que el creyente percibía las imágenes artísticas como una lectura de contenidos predeterminados; cuando leía un texto o lo escuchaba en sermones, se los imaginaba. La percepción de la imagen-lectura y del relato-imagen se realizaba de acuerdo con las enseñanzas de Agustín obispo de Hipona, no tanto para
causar actos intelectivos en la mente de la ignorante plebe; sobre todo, para afectar sus sentimientos y su
voluntad, lo que dependía más del corazón que de la razón.
Los
jesuitas apoyaron y promovieron el arte Barroco con fines doctrinales en la perspectiva moderna de Ignacio de Loyola de la Prédica de
las pasiones acompañada de la Composición
de lugar, en la que las potencialidades
del alma (el entendimiento, la voluntad y la memoria) serían encausadas, durante la práctica de los Ejercicios espirituales. Las imágenes
religiosas al ser miradas (leídas) y los relatos al ser imaginados por el
creyente debían producirle un estado emocional conmovedor: experimentar y
entender el dolor sufrido por Cristo
a causa de los pecados y sentir el miedo a la condenación eterna o el deseo de
alcanzar la plenitud celestial[7]. De esta manera, las experiencias vividas, a escala
individual, quedarían grabadas en la memoria del creyente.
Anónimo, cabeza de Cristo, Escuela Santafereña, siglo XVIII (?), colección particular (fotografía de Héctor Llanos V.)
Anónimo, Juicio Final, Escuela Quiteña, siglo XVIII; catálogo de la exposición La mirada del coleccionista, Banco de la República, Bogotá, 2001
Para alcanzar la aceptación de los mensajes doctrinales y los modelos hagiográficos y evitar el resurgimiento de las imágenes paganas, en España, durante el siglo XVII se desarrolló un arte naturalista o realista, llevado a extremos dramáticos y sublimes. Paradójicamente, este realismo artístico se desarrolló con un fin didáctico, como una mimesis, para facilitar al creyente el aprendizaje de verdades espirituales. Con el fin de evitar los excesos de la fantasía, el libre albedrío de los artistas fue restringido y controlado por la iglesia católica pos-tridentina, por intermedio de una literatura artística que definió una estética y estableció unos cánones para la arquitectura, la pintura y la escultura, que sirvió de modelo a imitar en el desarrollo de las artes en las provincias americanas.[8] Entre estas obras sobresale la de Francisco Pacheco,[9] por ser un tratado de pintura autorizado, en el que se establecen la finalidad, los significados y las maneras de representar la iconografía católica, como se aprecia en los siguientes apartes de su texto:
Anónimo, cabeza de Cristo, Escuela Santafereña, siglo XVIII (?), colección particular (fotografía de Héctor Llanos V.)
Anónimo, Juicio Final, Escuela Quiteña, siglo XVIII; catálogo de la exposición La mirada del coleccionista, Banco de la República, Bogotá, 2001
[El fin de la pintura
en general] será, mediante la imitación, representar la cosa que pretende con
la valentía y propiedad posible, que de algunos es llamada el alma de la
pintura, porque la hace que parezca viva.
[La pintura cristiana]
es honrar al verdadero Dios en sus santos y, con este medio, entender mas su
infinito poder, misericordia, justicia y sabiduría, y difundir por todos los
confines de la tierra la gloria y majestad de su nombre.
[Las imágenes producen un fruto] amaestrando el
entendimiento, moviendo la voluntad, refrescando la memoria de las cosas
divinas; produciendo juntamente en nuestros ánimos los mayores y más eficaces
efectos que se pueden sentir de una cosa en el mundo; representándose a
nuestros ojos y, a la par, imprimiendo en nuestro corazón actos heroicos y
magnánimos, ora de paciencia, ora de justicia, mansedumbre, misericordia y
desprecio del mundo.
[El pintor cristiano] a guisa del orador, se encamina
a persuadir al pueblo, y llevarlo, por medio de la pintura, a abrazar alguna cosa
conveniente a la religión.
[El fin de las imágenes] es mover los hombres a su
obediencia y sujeción [de Dios]; [además], inducir a los hombres a penitencia,
a padecer con alegría, a la caridad, o al desprecio del mundo o a otras
virtudes, que son todos medios para unir a los hombres con Dios […] ¿Quién duda
que la pintura cristiana acompañada de la belleza y consideración espiritual,
tanto más eficaz y noblemente podrá conseguir este efecto respecto de la
mansedumbre, que universalmente es indocta?
[La pintura a diferencia de los libros permite] ver
ante los ojos con arte y vivos colores, el santo martirizado, a la Virgen
combatida, a Cristo clavado en la Cruz, bañado en su sangre preciosa, es cierto
que acrecienta tanto la devoción y compunge las entrañas, que quien con
semejantes objetos no se mueve, o es de piedra o bronce.
[Citando al griego Pelusiota sentencia] que no se contase por iglesia
aquella que no tuviese imágenes, como las sinagogas de los hebreos, las
mezquitas de los turcos y moros, y las modernas escuelas de los herejes [protestantes], desnudas de toda pintura.[10]
Pedro Laboria, Martirio de Santa Bárbara, siglo XVIII, Colección Arquidiócesis de Bogotá, catálogo de la exposición Habeäs corpus, que tengas[ un] cuerpo [para exponer], Banco de la República, Bogotá, 2010.
Se
puede decir que las artes plásticas y las vidas de los santos, al tener un carácter patético, fueron experiencias
inolvidables para los creyentes, que terminaron incorporándolas como enseñanzas
y modelos ejemplares de sus vidas cotidianas. Más aún, cuando las obras de
arte no se concibieron como obras aisladas sino inscritas en programas
doctrinales, materializados en conjuntos o series de esculturas y cuadros colocados en los
respectivos nichos de los dorados retablos barrocos, en los que los personajes
representados adquirieron una dimensión sobrenatural expresada en sus místicos rostros, en el movimiento
dramático de sus manos y la ingravidez y sensualidad
de sus cuerpos, al estar cubiertos de la luz ascendente de los pliegues y la
oscuridad de los repliegues de sus vestidos. En este sentido se puede hablar de
un arte espiritual seductor, de puestas en escena artísticas
que afectaban el pathos de los
creyentes, tanto letrados como no letrados.
Retablo mayor del templo doctrinero de Tópaga, Boyacá (fotografías de Héctor Llanos V.)
Altares del templo doctrinero de Tópaga, Boyacá (fotografía de Héctor Llanos V.)
Antonio y Nicolás Cortez, Las cuatro partes del mundo ante la Virgen Apocalíptica, siglo XVIII, Museo de Arte Religioso, Arquidiócesis de Popayán; catálogo de la exposición Habeäs corpus, que tengas[ un] cuerpo [para exponer], Banco de la República, Bogotá, 2010.
Melchor Pérez de Holguin, San Juan Evangelista, siglo XVIII, Museo Nacional de Arte, Bolivia; catálogo de la exposición El retorno de los ángeles, Unión Latina, Museo Nacional de Colombia, Bogotá, 1999.
Anónimo, Arcángel (detalle), siglo XVIII, Museo de Arte Religioso, Arquidiócesis de Popayán; catálogo de la exposición Figuras de éxtasis. Arte Barroco en Colombia, Presidencia de la República de Colombia, Ministerio de Relaciones Exteriores, Instituto Colombiano de Cultura, París, 1997.
Antonio y Nicolás Cortez, Las cuatro partes del mundo ante la Virgen Apocalíptica, siglo XVIII, Museo de Arte Religioso, Arquidiócesis de Popayán; catálogo de la exposición Habeäs corpus, que tengas[ un] cuerpo [para exponer], Banco de la República, Bogotá, 2010.
Melchor Pérez de Holguin, San Juan Evangelista, siglo XVIII, Museo Nacional de Arte, Bolivia; catálogo de la exposición El retorno de los ángeles, Unión Latina, Museo Nacional de Colombia, Bogotá, 1999.
Anónimo, Arcángel (detalle), siglo XVIII, Museo de Arte Religioso, Arquidiócesis de Popayán; catálogo de la exposición Figuras de éxtasis. Arte Barroco en Colombia, Presidencia de la República de Colombia, Ministerio de Relaciones Exteriores, Instituto Colombiano de Cultura, París, 1997.
Arte y mitopoesía
Los relatos mitopoéticos son la expresión viva de espacios rituales en los que los chamanes logran modificar sus conciencias, con el uso de enteógenos y otros recursos como aislamientos y ayunos. En estos rituales-relatos conviven animales, vegetales, personas y demás fenómenos naturales y aunque son diferenciados, están presentes y no son representaciones fantásticas o imitaciones de la realidad.[11]
A
diferencia del fundamento teológico de la estética cristiana del Barroco, los
pensamientos cósmicos de las culturas prehispánicas de América remiten a
concepciones diferentes, respecto a las que se llaman sus expresiones
artísticas, calificadas de idolátricas.
En los pensamientos indígenas no
existe la proposición filosófica del arte como representación o imitación de la
naturaleza, porque se trata de otros sistemas cognitivos-perceptivos de la
realidad, en los que los seres míticos no son fantasías creadas por la mente,
ni son explicados por un raciocinio o una lógica formal. Tampoco responden al
mito platónico de la realidad como sombras que se proyectan en la caverna, ni a
la filosofía universalizante del Renacimiento que se fundamentó en la similitud
entre las palabras y las cosas.
Los relatos mitopoéticos son la expresión viva de espacios rituales en los que los chamanes logran modificar sus conciencias, con el uso de enteógenos y otros recursos como aislamientos y ayunos. En estos rituales-relatos conviven animales, vegetales, personas y demás fenómenos naturales y aunque son diferenciados, están presentes y no son representaciones fantásticas o imitaciones de la realidad.[11]
Escultura de ser mítico, cultura Agustiniana, Parque arqueológico de San Agustín, Huila (fotografía de Héctor Llanos V.)
En
los rituales-relatos mágicos no es posible establecer una separación entre
un mundo físico y otro metafísico, entre las personas y la naturaleza, ni
tampoco entre seres naturales y sobrenaturales; en ellos no tiene sentido
hablar de realidad y fantasía. Los
chamanes pueden transformarse en animales y éstos a su vez puedan comportarse
como las personas. En primera instancia no es fácil aceptar esta diferenciación
que es fundamental para comprender los rituales-relatos míticos. Por
tradición, en Occidente se ha separado el mundo de las ideas y de los conceptos
del mundo fenomenológico. La antropología, como ciencia, al estudiar los
relatos de una tradición oral particular, los objetiva como escritura, los
transforma en literatura mitológica, en lenguaje metafórico, para poderlos
interpretar, quitándoles, de esta manera, el poder que tienen en el
espacio-tiempo del ritual.
Algo
similar sucede con las llamadas obras de arte
primitivo asociadas a las culturas chamánicas. La investigación
arqueológica y la etnográfica transforman los objetos usados en la vida
cotidiana y en los rituales en obras de arte coleccionables, para luego ser
exhibidas en los museos. Para las culturas indígenas
sus objetos ya sean tallados, modelados, moldeados, fundidos o pintados tienen
vida propia.
Extirpación
de idolatrías
La extirpación de
idolatrías fue un conjunto de actos de violencia cultural y física con los
que se cimentó el principio de autoridad política, jurídica y religiosa de la
nueva sociedad colonial: las autoridades utilizaron maltratos públicos para generar miedo como sustento de su poder; la vejación de la autoridad indígena generó no solamente un
sufrimiento individual sino también una humillación social y cultural; el
respeto o sometimiento a la autoridad del señor se logró ante el miedo al castigo y por la transferencia de la culpabilidad del victimario a la víctima,
por el hecho de tener maneras culturales de pensar y actuar diferentes.
Una práctica ritual, común a muchas culturas, ha sido
el sacrificio de animales y personas a las deidades de las cuales dependía la
vida, o sea, como víctimas que se sacrificaban para propiciar la fertilidad y
evitar calamidades o catástrofes telúricas. Las ofrendas significaban entregar
la vida, como el máximo valor, en rituales sagrados de muerte para preservar la
existencia. Los sacrificios se inscribían en una relación de poder sacralizada,
entre los gobernantes, a nombre de los gobernados, y los dioses de los cuales
dependía la existencia, tanto de unos como de otros.
En América precolombina se ha podido establecer que las autoridades propiciaron los sacrificios humanos a los dioses en tanto la estabilidad de su
poder político-militar, al estar sacralizado, dependía de la cuota de víctimas
sacrificadas, además de otras ofrendas. En algunas oportunidades, las cabezas u
otras partes del cuerpo de los vencidos en el campo de batalla fueron exhibidas
en las casas de los señores principales, como símbolos mágicos de poder con la
muerte. Esto se explica porque la guerra, además de los beneficios materiales,
también fue concebida como un espacio sacrificial. En este sentido, la lucha
por el poder de las guerras fue sacralizada, los campos de enfrentamiento
armado fueron ritualizados y los guerreros muertos en la batalla adquirieron un
poder espiritual, lo mismo que los prisioneros posteriormente sacrificados.
Otras culturas practicaron la momificación de los cadáveres de personas
importantes que fueron conservados en casas ceremoniales, huacas o templos donde
tuvieron un poder del cual dependió el de los gobernantes de turno.
Los misioneros calificaron estos rituales funerarios
como canibalismo o hechicería, al mismo tiempo que
paradójicamente promovieron el culto a sus reliquias
santas. Con el surgimiento del cristianismo, los sacrificios de animales a Yavé, practicados en el Antiguo Testamento fueron prohibidos
por considerarlos prácticas de paganos o infieles. Dichos sacrificios fueron sustituidos por el elemento
fundacional del cristianismo, por el doloroso sacrificio de Jesús como hombre, que al mismo tiempo
es el único ser humano que es Dios y el unigénito del único Dios verdadero. Para la doctrina
católica este máximo sacrificio ha constituido uno de sus principales
misterios, el de la Eucaristía, o transustanciación del cuerpo y la sangre de
Cristo en la Sagrada Forma, en el ara
o altar del sacrificio, que es consumida en comunión
por todos los fieles, en la celebración ritual de la misa, en el espacio sagrado de la iglesia. En lugar del sacrificio
propiciatorio, de la vida de otros seres,
el cristiano debía practicar un auto-sacrificio, a imitación de Cristo, para redimir sus pecados y salvar su alma. Un buen ejemplo de esta nueva concepción religiosa del
auto-sacrificio ha sido la vida de mártires,
anacoretas, místicos y santos(as) en la historia de la cristiandad.
Los misioneros sabían muy bien que al derribar los templos y los ídolos indígenas estaban destruyendo los pensamientos mágicos o
religiones de origen americano; para ellos se trataba de la expansión universal
del cristianismo, como la única religión
verdadera; proceso difícil y a largo plazo que produjo un cambio en las
mentalidades de las comunidades indígenas.
Es interesante constatar que más allá del rechazo
inicial de los indígenas a las imágenes religiosas cristianas, luego, con el paso
del tiempo las fueron aceptando como objetos devocionales. Aunque los doctrineros
insistieron en la veneración o adoración de las imágenes como representaciones
de lo sagrado, vale la pena hacerse la pregunta, ¿hasta que punto los indígenas aceptaron esta disertación
filosófica y teológica? En realidad, se puede afirmar que los doctrineros
destruyeron los que ellos consideraron ídolos
y los templos de origen prehispánico
(iconoclasia), para reemplazarlos por
otros templos o iglesias con imágenes católicas (iconofilia),
que los aborígenes terminaron aceptando, al percibirlas como seres a los que se
les podía hablar, rezar, pedir favores y ofrecer promesas y dar exvotos, como
lo constatan, a manera de reclamo, los mismos religiosos que lucharon por
extirpar las supercherías.
Altar de Cristo crucificado, templo doctrinero de Tópaga, Boyacá (fotografía de Héctor Llanos V.)
El efecto animístico
de las obras de arte católicas se vio reforzado con las reliquias sagradas que
se multiplicaron y expandieron por todas las iglesias a partir de la
Contrareforma. Si las imágenes artísticas tuvieron un poder sobrenatural, más
aun lo poseyeron las reliquias al ser parte de una cosa o un cuerpo momificado (santificado),
con poderes milagrosos. Además de los objetos vinculados por tradición a la pasión de Cristo (cruz, clavos, espinas, etc.) los restos óseos de santos y santas y sus pertenencias privadas adquirieron poderes taumaturgos que fueron objetos de veneración por parte de los creyentes. El don milagroso asignado a las reliquias santas fue algo
atractivo para los indígenas, si se
tiene en cuenta el poder mágico que le asignaban en las prácticas rituales a los cadáveres, restos óseos y cuerpos embalsamados.
Relieve de cráneo humano, cultura Agustiniana, La Chaquira, San Agustín (Huila) (fotografía de Héctor Llanos V.)
Escultura de chamán en actitud de sacrificar un niño, cultura Agustiniana, El Purutal, San Agustín (Huila) (fotografía de Héctor Llanos V.)
Anónimo, San Dionisio decapitado, siglo XVII, Museo de Arte Colonial, Ministerio de Cultura; catálogo de la exposición Habeäs corpus, que tengas[ un] cuerpo [para exponer], Banco de la República, Bogotá, 2010.
Anónimo, Urna relicario San Benigno, sin fecha, Colección Compañía de Jesús, Provincia Colombia; catálogo de la exposición Habeäs corpus, que tengas[ un] cuerpo [para exponer], Banco de la República, Bogotá, 2010
Anónimo, Relicario santa mártir, siglo XVII, Colección Compañía de Jesús, Provincia Colombia; catálogo de la exposición Habeäs corpus, que tengas[ un] cuerpo [para exponer], Banco de la República, Bogotá, 2010.
La presencia de comportamientos animísticos en prácticas católicas coloniales, se pudo reforzar
debido a que muchas de las iglesias y santuarios se construyeron, a propósito,
sobre antiguos sitios sagrados prehispánicos. También se puede explicar dichos comportamientos por las equivalencias sustitutas que pudieron establecer los nativos, entre Dios, Jesucristo, la Virgen María y los santos con los personajes míticos ancestrales y entre los ritos
aborígenes inscritos en sus calendarios prehispánicos y las fiestas de guardar
del calendario litúrgico romano. Como lo recuerda Héctor H. Schenone, los santos:
Son mediadores y abogados, los protectores
contra las enfermedades, las catástrofes y los peligros meteorológicos, cuidan
de las naciones, ciudades o pueblos que los tienen por patrones. Los accidentes
geográficos llevan sus nombres y, en fin, están presentes en cada una de las
actividades del hombre amparando, además de su trabajo, a los animales
domésticos y las plantaciones […] El culto de los santos [en América] fue uno
de los tantos vínculos que facilitaron el proceso de transculturación y según
los cronistas - Sahagún a la cabeza -, para hacer menos violento el cambio de
los dioses por los santos; si en un lugar se veneraba a Toci, la abuela, se la
sustituía por Santa Ana; si el reverenciado era Tezcatlipoca–Tepochtli, es
decir, Tezcatlipoca–mancebo, se ponía a San Sebastián. Otro tanto ocurrió en los territorios
sudamericanos y basten como ejemplos los ya estudiados por Teresa Gisbert:
Illapa-Santiago, Tunupa-Santo Tomás (o San Bartolomé); Pacha Mama-Virgen María,
la Virgen-cerro, esta sí, una solución iconográfica altamente novedosa. A dicho
proceso se sumó posteriormente el de las divinidades africanas.[13]
Aunque
las verdades doctrinales del Viejo Mundo
no cambiaron al trasladarse al Nuevo Mundo, sí surgieron nuevas maneras
culturales de percibir y comunicarse con sus representaciones religiosas, ya
sea en los templos o en los rituales festivos. El fortalecimiento de la Fe de los nuevos cristianos y sus descendientes dependió en gran
medida de un calendario en el que todos los días del año estaban sacralizados,
al estar asignados a la conmemoración de los santos y santas y sobre
todo al corresponder con el programa doctrinal del Nuevo Testamento. En estos feriados religiosos se llevaron a
cabo los sermones y los rituales sagrados en las iglesias y las puestas en escena dramáticas, en las procesiones, en las que las imágenes artísticas fueron percibidas
como los protagonistas principales.
En las sociedades hispanoamericanas del período colonial, los procesos de adoctrinamiento, acompañados de la extirpación de idolatrías, generaron nuevas mentalidades y prácticas religiosas populares; en ellas los misterios y los seres sagrados cristianos no quedaron exentos de las percepciones mágicas de origen americano. Aunque los adoctrinadores combatieron y sustituyeron los espíritus creadores ancestrales aborígenes, esto no logró eliminar las maneras mágicas de percibir la realidad.
Las prácticas religiosas populares y sus
representaciones artísticas se diversificaron, de acuerdo con los rasgos
culturales de los aborígenes americanos, de las regiones en donde se implantaron. Además, los
procesos de adoctrinamiento tuvieron un mayor impacto en unas regiones a
diferencia de otras en las que las culturas indígenas
lograron mantener de manera dominante sus propios modos de pensar y actuar, hasta tiempos
modernos. Todo esto ayuda a explicar la diversidad cultural y artística del ethos hispanoamericano, que surgió en
tiempos coloniales.
Comentarios finales
El complejo mundo metafísico de los procesos de adoctrinamiento en tiempos coloniales ha sido interpretado de diversas maneras, por los historiadores modernos, a partir del siglo XIX. Para unos, las religiosidades populares han sido identificadas como una realidad cultural mestiza, en tanto se establece, como generalización, que es el resultado de la integración de creencias y rituales tanto del colonizador occidental, como del colonizado americano, velándose sus disimilitudes y los sentidos raciales que tuvo en los siglos coloniales y que perduraron después de la independencia de España, en la nueva república de Colombia. El sentido ideológico moderno del mestizaje, inscrito en una identidad Nacional, pareciera haber eliminado la discriminación cultural y racial del sistema de castas colonial; pero esto ha sido una falacia, porque no todos los ciudadanos colombianos eran iguales. En la República mestiza los pensamientos, creencias y actuaciones de procedencia europea, llamados civilizados, no perdieron su estatus dominante sobre los contenidos culturales de origen americano, que fueron discriminados como propios de pueblos salvajes o bárbaros; lo que ayuda a explicar porqué se mantuvo la labor evangélica de las misiones católicas no solamente en territorios indígenas, sino en todo el país. En el nuevo Estado republicano, la configuración de las nuevas clases sociales mantuvo las diferenciaciones culturales y raciales heredadas de tiempos coloniales, ahora suavizadas con el calificativo de mestizaje.
Para otro grupo de investigadores, con una mirada antropológica americanistas, ante el carácter obligatorio de los procesos de adoctrinamiento y el poder destructivo de la extirpación de idolatrías, los indígenas se vieron abocados a crear la estrategia del sincretismo cultural, que ha sido interpretado como el encubrimiento o protección secreta de sus creencias y objetos sagrados, en las imágenes y rituales cristianos. Aunque esta posición historiográfica, que reivindica la resistencia cultural indígena, ha sido sustentada con ejemplos documentales, disminuye el impacto transformador producido por los adoctrinadores en los pueblos indígenas, como se aprecia en la mayoría de las comunidades campesinas con nexos ancestrales aborígenes, que se remontan al período de conquista española.
Más que de un encuentro se trató de la destrucción de los lugares sagrados y sus pensamientos aborígenes y de la imposición hegemónica del catolicismo. Por eso, se prefiere hablar de equivalencias sustitutas, aunque con esto no se quiere decir que exista una correspondencia directa entre el mundo religioso católico y las cosmovisiones de origen americano, sino que ante la negación o derrumbe de éstas, los aborígenes se vieron obligados a llenar su vacío existencial cultural, con sustitutos propios del catolicismo. Sus padres o madres creadores, aunque diferentes culturalmente, fueron sustituidos por los adoctrinadores, por Dios, Cristo, la Virgen María y los(as) santos(as), y re-significados por los aborígenes americanos, sin abandonar sus percepciones mágicas, lo que de hecho significó su aceptación como equivalentes (adoctrinamiento).
Además del llamado mestizaje y del sincretismo cultural, en los procesos de adoctrinamiento y en los actos de extirpación de idolatrías, emergió un comportamiento social y cultural de ciertos indígenas y mestizos, que fueron llamados ladinos. Los capitanes españoles y los misioneros, ante el desconocimiento de las lenguas nativas, recurrieron a indígenas o mestizos, que aprendieron el idioma de Castilla, para que les sirvieran de interpretes. Este recurso lingüístico fue fundamental para alcanzar los objetivos de los colonizadores, por eso, los llamados ladinos recibieron un tratamiento preferencial por parte de las autoridades españolas. En este sentido los ladinos se integraron a la sociedad colonial como personas que generaron desconfianza, porque de manera oculta podían cambiar de parecer, de acuerdo con las circunstancias. En el fondo, el ladino, por ser una persona temerosa, se volvió recursivo para crear apariencias con las que podía lograr lo que se proponía, sin necesidad de confrontar la realidad y mucho menos sin pretender cambiarla. El ladino terminó identificándose por sus comportamientos oportunistas, ingeniosos, aduladores y prudentes.
En la sociedad colonial dominada por las discriminaciones y privilegios de las castas, dicho comportamiento inicial, más allá de haber sido una actitud individual aislada, se transformó en el ladinismo, un fenómeno social y cultural colectivo, como una peculiar manera de existencia. Hablar de ladinismo es referirse a una mentalidad y a una manera de actuar estratégicas, en las que las personas, en lugar de defender una identidad cultural originaria o confrontar, se adaptan al sistema dominante, como mecanismo de supervivencia, esperando beneficios personales. El ladinismo está estrechamente vinculado al sistema social y político clientelista, que ha perdurado hasta tiempos actuales, en los países anteriormente llamados hispanoamericanos y luego, latinoamericanos.
Comentarios finales
El complejo mundo metafísico de los procesos de adoctrinamiento en tiempos coloniales ha sido interpretado de diversas maneras, por los historiadores modernos, a partir del siglo XIX. Para unos, las religiosidades populares han sido identificadas como una realidad cultural mestiza, en tanto se establece, como generalización, que es el resultado de la integración de creencias y rituales tanto del colonizador occidental, como del colonizado americano, velándose sus disimilitudes y los sentidos raciales que tuvo en los siglos coloniales y que perduraron después de la independencia de España, en la nueva república de Colombia. El sentido ideológico moderno del mestizaje, inscrito en una identidad Nacional, pareciera haber eliminado la discriminación cultural y racial del sistema de castas colonial; pero esto ha sido una falacia, porque no todos los ciudadanos colombianos eran iguales. En la República mestiza los pensamientos, creencias y actuaciones de procedencia europea, llamados civilizados, no perdieron su estatus dominante sobre los contenidos culturales de origen americano, que fueron discriminados como propios de pueblos salvajes o bárbaros; lo que ayuda a explicar porqué se mantuvo la labor evangélica de las misiones católicas no solamente en territorios indígenas, sino en todo el país. En el nuevo Estado republicano, la configuración de las nuevas clases sociales mantuvo las diferenciaciones culturales y raciales heredadas de tiempos coloniales, ahora suavizadas con el calificativo de mestizaje.
Para otro grupo de investigadores, con una mirada antropológica americanistas, ante el carácter obligatorio de los procesos de adoctrinamiento y el poder destructivo de la extirpación de idolatrías, los indígenas se vieron abocados a crear la estrategia del sincretismo cultural, que ha sido interpretado como el encubrimiento o protección secreta de sus creencias y objetos sagrados, en las imágenes y rituales cristianos. Aunque esta posición historiográfica, que reivindica la resistencia cultural indígena, ha sido sustentada con ejemplos documentales, disminuye el impacto transformador producido por los adoctrinadores en los pueblos indígenas, como se aprecia en la mayoría de las comunidades campesinas con nexos ancestrales aborígenes, que se remontan al período de conquista española.
Más que de un encuentro se trató de la destrucción de los lugares sagrados y sus pensamientos aborígenes y de la imposición hegemónica del catolicismo. Por eso, se prefiere hablar de equivalencias sustitutas, aunque con esto no se quiere decir que exista una correspondencia directa entre el mundo religioso católico y las cosmovisiones de origen americano, sino que ante la negación o derrumbe de éstas, los aborígenes se vieron obligados a llenar su vacío existencial cultural, con sustitutos propios del catolicismo. Sus padres o madres creadores, aunque diferentes culturalmente, fueron sustituidos por los adoctrinadores, por Dios, Cristo, la Virgen María y los(as) santos(as), y re-significados por los aborígenes americanos, sin abandonar sus percepciones mágicas, lo que de hecho significó su aceptación como equivalentes (adoctrinamiento).
Además del llamado mestizaje y del sincretismo cultural, en los procesos de adoctrinamiento y en los actos de extirpación de idolatrías, emergió un comportamiento social y cultural de ciertos indígenas y mestizos, que fueron llamados ladinos. Los capitanes españoles y los misioneros, ante el desconocimiento de las lenguas nativas, recurrieron a indígenas o mestizos, que aprendieron el idioma de Castilla, para que les sirvieran de interpretes. Este recurso lingüístico fue fundamental para alcanzar los objetivos de los colonizadores, por eso, los llamados ladinos recibieron un tratamiento preferencial por parte de las autoridades españolas. En este sentido los ladinos se integraron a la sociedad colonial como personas que generaron desconfianza, porque de manera oculta podían cambiar de parecer, de acuerdo con las circunstancias. En el fondo, el ladino, por ser una persona temerosa, se volvió recursivo para crear apariencias con las que podía lograr lo que se proponía, sin necesidad de confrontar la realidad y mucho menos sin pretender cambiarla. El ladino terminó identificándose por sus comportamientos oportunistas, ingeniosos, aduladores y prudentes.
En la sociedad colonial dominada por las discriminaciones y privilegios de las castas, dicho comportamiento inicial, más allá de haber sido una actitud individual aislada, se transformó en el ladinismo, un fenómeno social y cultural colectivo, como una peculiar manera de existencia. Hablar de ladinismo es referirse a una mentalidad y a una manera de actuar estratégicas, en las que las personas, en lugar de defender una identidad cultural originaria o confrontar, se adaptan al sistema dominante, como mecanismo de supervivencia, esperando beneficios personales. El ladinismo está estrechamente vinculado al sistema social y político clientelista, que ha perdurado hasta tiempos actuales, en los países anteriormente llamados hispanoamericanos y luego, latinoamericanos.
[1] El
presente texto es la adecuación como artículo, con sus limitaciones de espacio
y tiempo, de un tema particular que hace parte de un trabajo de investigación
más complejo, que incluye otros elementos sobre el adoctrinamiento de las
culturas indígenas en el Nuevo Reino de Granada, durante el período colonial:
catequética, retórica y sermones, arte y
simbología, fiestas y procesiones. De ahí que en este ensayo se encuentren
algunos aspectos sobreentendidos, en tanto que han sido desarrollados con mayor
sustentación en otros capítulos de dicha investigación, que ha sido publicada:
Héctor llanos Vargas, En el nombre del Padre,
del Hijo y el Espíritu Santo. Adoctrinamiento de indígenas y religiosidades
populares en el Nuevo Reino de Granada (siglos XVI-XVIII), Bogotá, 2007. Posteriormente, esta investigación se amplió y complementó con el conocimiento sobre la conformación de las identidades culturales coloniales y su permanencia en la primera mitad del siglo XIX: Héctor Llanos Vargas, El árbol genealógico de nuestras identidades culturales, Bogotá, 2010.
[2] Hugo
Rahner, Mitos griegos en interpretación
cristiana, Herder Editorial, Barcelona, 2003.
[3] Alain
Besancon, La imagen prohibida,
biblioteca de ensayo Siruela, Madrid, 2003.
[4]
Michael Camille, El ídolo gótico.
Ideología y creación de imágenes en el arte medieval, ediciones AKAL, 2000.
[5] Las estatuas vivas se pueden concebir como
aquellas esculturas en las que está presente el espíritu sagrado, ellas son la
divinidad. En las culturas aborígenes chamánicas no existe la separación entre
el objeto y el ser espiritual, por eso las esculturas no son objetos inanimados
sino fuerzas espirituales que tienen un poder que actúa en espacios rituales.
Las que podríamos llamar obras de arte chamánico no representan las fuerzas
poderosas de la naturaleza sino que ellas son dichas fuerzas.
[6] El sacrosanto y ecuménico concilio de
Trento, traducido al idioma castellano por don Ignacio López de Ayala. Agrégase
el texto latino corregido según la edición auténtica de Roma, publicada en
1564. Segunda Edición con privilegio, en Madrid en la Imprenta Real,
MDCCLXXXV, págs. 476-79.
[7] Jaime
Humberto Borja, Composición de lugar,
pintura y vidas ejemplares: Impacto de una tradición jesuita en el Reino de la
Nueva Granada, en Repensando el
pasado, recuperando el futuro. Nuevos aportes interdisciplinarios para el
estudio de la América colonial, CASO, editorial Pontificia Universidad
Javeriana, Bogotá, 2003.
[8] Sobre
el panorama teórico del arte español del siglo XVII se han publicado trabajos
como el de Francisco Calvo Serraller, Teoría
de la pintura del siglo de Oro, Cátedra (1991); Karin Hellwing, La literatura artística española del siglo XVII, La balsa de la
medusa, Visor (1999).
[9] La
obra de Pacheco El arte de la pintura,
que ha sido reeditada por Cátedra (2001), tuvo una influencia directa en la
pintura del siglo XVII.
[10] Op. cit. págs. 248-261.
[11] Héctor Llanos, Los chamanes jaguares de San Agustín,
génesis de un pensamiento mitopoético, Bogotá, 1995.
[12]
Louis Réau, Iconografía del arte
cristiano. Iconografía de la Biblia, Antiguo Testamento. Tomo 1, volumen 1,
pg. 27; Ediciones del Serbal, Barcelona, 1996.
[13]
Héctor H. Schenone, Iconografía del arte
colonial, Los Santos, volumen 1, Fundación TAREA, Buenos Aires, 1992, pg.
21.
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