San Agustín (foto-montaje de Héctor Llanos V., 1995 )
El pasado es una realidad que ya no existe; de él solamente quedan documentos, evidencias, objetos y ruinas arquitectónicas que investigan los arqueólogos con el fin de reconstruirlo o recuperarlo, como una memoria presente, en un contexto social, que le da diversos sentidos de realidad relacionados con la identidad cultural.
¿Qué lleva a los arqueólogos a excavar ruinas?
¿Por qué a las personas les gusta visitar ruinas
arqueológicas, qué las motiva?
¿Qué relación tienen las ruinas arqueológicas del
presente con el pasado, cuando eran realidades culturales vivas?
Estos interrogantes los podemos analizar con motivo de las celebraciones oficiales que hicieron los gobiernos del Perú y Colombia, del centenario de la investigación arqueológica moderna llevada a cabo en Machu Picchu (1911-2011) y San Agustín (1913-2013), que los ha transformado en lugares emblemáticos, en el contexto de una identidad nacional, ahora relativizada por una economía neoliberal globalizada.
Estos interrogantes los podemos analizar con motivo de las celebraciones oficiales que hicieron los gobiernos del Perú y Colombia, del centenario de la investigación arqueológica moderna llevada a cabo en Machu Picchu (1911-2011) y San Agustín (1913-2013), que los ha transformado en lugares emblemáticos, en el contexto de una identidad nacional, ahora relativizada por una economía neoliberal globalizada.
Aunque Machu Picchu y San Agustín son dos realidades
arqueológicas diferentes, inscritas en procesos prehispánicos desiguales e independientes,
por sus valiosos contenidos culturales, podemos hacer un paralelo de su
trascendencia científica y cultural a escala nacional y mundial, en sus
respectivas proporciones. Ambas han sido declaradas patrimonio nacional y de la
humanidad, por la Unesco, en 1983 y 1995, respectivamente. Machu Picchu es una
ciudad del imperio de los Incas construida entre los siglos XV y XVI, en un impresionante
sector del valle del río Urubamba o Wilcamayo, de los Andes orientales del Perú;
San Agustín es una región arqueológica localizada en el Macizo Colombiano
(valle alto del río Magdalena), en la que habitó una antigua cultura durante un
proceso histórico de 2000 años. Lo más sobresaliente de Machu Picchu es su
elaborado urbanismo, y de San Agustín, los centros funerarios con una
arquitectura y un arte escultórico megalíticos, con enigmáticos elementos
simbólicos.
Antes
del hallazgo de Machu Picchu
En tiempos coloniales hay escritos en los que se
referencian yacimientos y objetos arqueológicos del Perú, más que todo
relacionados con los Incas. Son crónicas que utilizan un lenguaje prejuiciado,
que condena las culturas aborígenes por ser idólatras (Avendaño, Ávila, Molina,
Príncipe y otros). Se tiene interés por la historia de los Incas como se
aprecia en las obras de Garcilaso, Sarmiento y Cieza de León. Para el siglo
XVIII, con el advenimiento del racionalismo ilustrado, existen autores europeos
que toman posiciones científicas racistas que denigran de la naturaleza y las
culturas americanas, al considerarlas inferiores a las del viejo continente (De
Paw y Robertson). También hay intelectuales que valoran los objetos
arqueológicos y los usos y costumbres de los pueblos indígenas peruanos. Este es
el caso de Baltazar Jaime Martínez de Compañón (obispo de Trujillo y arzobispo
de Bogotá) (1737-1780). En sus recorridos por la diócesis de Trujillo hace estudios
lingüísticos, colecciona objetos arqueológicos y etnográficos que envía a la
corte española, y ordena hacer una gran obra compuesta por láminas pintadas con
acuarela, de los habitantes y sus oficios, las ruinas y materiales
arqueológicos.
Durante el transcurso del siglo XIX, los territorios
peruanos son recorridos e investigados por científicos extranjeros, pioneros de
la geografía y las ciencias naturales, físicas, químicas, en cuyas obras
describen sitios arqueológicos. También hay lingüistas-anticuarios que hacen
estudios comparativos formales entre las lenguas de culturas peruanas y las del
Viejo Mundo, con el fin de explicar el origen de aquellas.
Mariano Eduardo de Rivero (1798-1857) es el principal
científico peruano del siglo XIX. Naturalista, político y diplomático; estudia mineralogía
y química en Londres y París; conoce a importantes científicos de la época como
Louis Joseph Gay-Lussac y Alexander von Humboldt. Hace descubrimientos en minas
de cobre y salitre (Atacama), en el guano y el carbón de piedra, pensando en su
industrialización.
Rivero, tiene que ver con el surgimiento de la ciencia
moderna en Colombia; antes de su regreso a su país natal, fue contratado por
orden de Simón Bolívar, presidente de la Gran Colombia (1819-1830), y por
intermedio de Francisco Antonio Zea, ministro en la ciudad de París, en
compañía de otros investigadores (Boussingault, Roulin, Bourdon y Goudot), en
el año 1823. Rivero es comisionado para fundar y dirigir en Bogotá la Escuela
de Minas; también para crear el Museo de Historia Natural. En 1825 conoce las
ruinas de San Agustín en compañía del botánico Juan María Céspedes y el
dibujante de la real Expedición Botánica, Francisco Javier Matiz. De esta
exploración, lamentablemente se conoce poca información, algunos apuntes del
diario de Céspedes y las primeras acuarelas de esculturas, con sus
descripciones, que Rivero publica, en compañía del naturalista
y lingüista suizo, Johann Jakob von Tschudi, en su libro Antigüedades
Peruanas, en 1851.
Mariano E. Rivero y Johann J. Tschudi, Antigüedades Peruanas (1851)
Rivero, además de ocupar cargos políticos, desempeña
un papel científico fundamental en la constitución de la ciencia en el Perú
republicano. En 1826 es nombrado director general de minería, agricultura e
instrucción pública; en 1828 funda la Escuela de Minas de Lima (hoy Universidad
Nacional de Ingeniería) y el Museo Nacional de Historia Natural, Antigüedades e
Historia (hoy Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia).
Otro destacado investigador que valora las ruinas
arqueológicas es el naturalista y geógrafo italiano, Antonio Raimondi, que
llega al Perú en 1850; es encargado de organizar el Museo de Historia Natural
del Colegio Independencia; se destaca como profesor de la Universidad de San
Marcos y es uno de los fundadores de la Escuela de Medicina. Como lo hace el
italiano Agustín Codazzi en Colombia, recorre los territorios peruanos durante
18 años para conocer su naturaleza y habitantes; información que publica en
seis tomos, que conforman su obra El Perú
(1875-1913).
Entre los pioneros de la arqueología del Perú pueden
mencionarse a Ephraim G. Esquier que explora ruinas del Perú y Bolivia y excava
en Pachacamac (1863-1865); Wilhelm Reiss y Alphons Stübel investigan una necrópolis
en Ancón (1874-1875) y publican el primer informe sistemático de la arqueología
andina (1880-1887). Los trabajos de Max Uhle en la ciudad de Pachacamac (1896),
cerca de Lima, son los primeros que sobresalen por su metodología y técnicas de
excavación modernas (aplicación de la estratigrafía para el establecimiento de
una cronología de culturas pre-incaicas).
Hallazgo
de Machu Picchu
En 1911, el científico norteamericano Hiram Binghan
explora yacimientos arqueológicos de los ríos Apurímac y Urubamba, de los Andes
orientales del Perú (departamento del Cuzco). De acuerdo con crónicas de la conquista
esperaba hallar las ciudades de Vitcus y Vilcabamba, que se mencionan como las
últimas capitales donde habían residido los soberanos incas, en el siglo XVI,
en su retirada ante la expansión de los conquistadores españoles. Binghan es
patrocinado por la National Geographic Society y la Universidad de Yale
(Peabody Museum).
Machu Picchu (fotografía de Hiram Binghan, 1911-1915)
Es cierto que las primeras referencias sobre la ciudad
de Machu Picchu no son las de Binghan; hay datos en documentos coloniales, que
pueden referirse a ella. Además en las mismas ruinas habitaban dos familias de
arrendatarios indígenas que cultivaban las antiguas terrazas. Más allá de los
debates que genera el uso de la palabra descubrimiento, lo importante es
destacar que Binghan es el primer arqueólogo que hace el desmonte de las
ruinas, las primeras excavaciones (más que todo de tumbas localizadas en cuevas
de los alrededores), los primeros registros fotográficos, descripciones y
planos de las construcciones, y dibujos de los objetos excavados, entre 1911 y
1915. Inicialmente, interpreta Machu Picchu como una antigua ciudad de la época
de Manco el grande; luego, de acuerdo con otros trabajos de investigación, la asocia con la antigua Vilcabamba, residencia de
los últimos soberanos (siglos XV y XVI): Pachacútec, Manco Inca, Titu Cusi
Yupanqui y Túpac Amaru.
La arqueología moderna en el Perú se consolida a
partir de los trabajos de julio Cesar Tello, el padre de la arqueología
peruana; inicialmente estudia medicina en Lima, luego artes y antropología en
Harvard, en donde tiene como maestros a Ales Hrdlicka y Franz Boas (1908-1911),
creadores de la teoría del particularismo histórico, que se opone al
evolucionismo. En 1919 funda el Museo de Arqueología y Etnología de la Universidad
de San Marcos, y en 1924 el Museo de Arqueología Peruana (Museo Nacional de
Arqueología, Antropología e Historia de Pueblo libre). Se desempeña como profesor
de las universidades de San Marcos y Católica del Perú (1931-1933).
Durante las décadas del 20 y el 30 la investigación
arqueológica se inscribe en los movimientos indigenistas que reivindican el
pasado aborigen americano. Aunque Tello no excava directamente en Machu Picchu,
los resultados de sus proyectos en Chavín de Huántar (1919), Paracas (1925),
valle de Santa (1926-1930), Kotosh (1935), alto Marañón (1934-1937) y Urubamba (1942),
lo llevan a sustentar una nueva teoría para interpretar la historia
prehispánica del Perú. Tello piensa que Chavín es la cultura matriz de procesos
históricos posteriores; de esta manera argumenta que la historia prehispánica
del Perú es autóctona y no procedente de Mesoamérica, como lo había planteado
Max Uhle. La autonomía de los procesos culturales andinos favorece los
sentimientos y discursos políticos de identidad nacional.
Machu Picchu (fotografías de Martín Chambi, 1924-1928)
Entre los años 1924 y 1928 las ruinas de Machu Picchu
son fotografiadas por Martín Chambi y Juan Manuel Figueroa; hermosas imágenes
en blanco y negro que publican en revistas peruanas y que sirven como promoción
y creación de Machu Picchu como un símbolo de identidad nacional. El flujo de
visitantes se incrementa con la construcción de la carretera entre la estación
del tren y la cima donde están las construcciones, en 1948.
Machu Picchu es tema de nuevos trabajos de excavación
y restauración por parte de una nueva generación de arqueólogos desde 1970:
Chávez Ballón, Lorenzo, Ramos Condori, Zapata, Sánchez, Valencia y Gibaja; se
efectúan interpretaciones históricas y observaciones astronómicas que sustentan
la orientación solar de sus edificios principales. En 1981 la ciudad queda
inscrita como un santuario histórico en una zona de protección ecológica o
reserva natural, que en algunas oportunidades se ha visto expuesta a incendios
forestales, como el de 1997. También, el acceso a los recursos económicos
causados por el ingreso de los visitantes a Machu Picchu genera conflictos
políticos entre las poblaciones cercanas al asentamiento urbano, situación que
reglamentan las autoridades gubernamentales. En el 2007, por votación mundial,
Machu Picchu es seleccionada como una de las siete maravillas del mundo
moderno. En este mismo año, la universidad de Yale y las autoridades peruanas
firman un acuerdo como marco de colaboración internacional para la educación e
investigación, que es el punto de partida para la devolución de las miles de
piezas arqueológicas llevadas por Binghan al Peabody Museum, algo que se logra
con motivo de la celebración oficial del centenario del Machu Picchu, en el
2011.
Viajeros
ilustrados de paso por San Agustín
A diferencia de Machu Picchu, las obras megalíticas de
San Agustín dejaron de construirse siglos antes de la llegada de los
conquistadores españoles, en la tercera década del siglo XVI. Por su carácter
funerario, las construcciones estaban bajo tierra lo mismo que la gran mayoría
de las esculturas, lo que explica por qué las crónicas de la conquista no hablan
de ellas, sino de los yalcones, pueblo que ocupó el territorio cuando
la cultura de San Agustín entró en crisis, hacia el siglo VIII de nuestra era.
La referencia más antigua que existe sobre las ruinas
arqueológicas de San Agustín se debe a fray Juan de Santa Gertrudis, que visita
el pueblo doctrinero conformado por unas pocas familias de indígenas, en 1756.
Como era de esperarse en tiempos coloniales, la mente fantástica de dicho
misionero percibe algunas esculturas desenterradas por buscadores de tesoros,
como idolatría o culto al demonio.
Desde finales del siglo XVIII y durante el XIX, San
Agustín es conocida por viajeros ilustrados, interesados en las ciencias naturales.
Inicialmente sobresale Francisco José de Caldas, pionero de la investigación
geográfica en Colombia y víctima del cadalso español. Caldas propone, por
primera vez, la necesidad de estudiar y proteger el valioso arte de un pueblo
desconocido.
En la república de Colombia decimonónica, el más
importante geógrafo es el general Agustín Codazzi, director de la Comisión Corográfica.
En su exploración por las tierras del sur (1857) conoce las esculturas de San
Agustín, que le motivan a escribir el primer estudio monográfico de las mismas, acompañado de un plano topográfico y un conjunto de dibujos y acuarelas realizadas por Manuel María Paz.
Plano topográfico de San Agustín (Agustín Codazzi, Comisión Corográfica, 1857)
Codazzi
cambia la concepción colonial de las sociedades indígenas, valora las
antigüedades como testimonio del grado de civilización que han alcanzado. Es un
ilustrado que integra las tribus indígenas a la república y las define como
naciones. Establece que los ídolos y los adoratorios de San Agustín fueron
hechos por una misteriosa cultura, dominada por sacerdotes que adoraban dioses
(ídolos) y rendían culto a los muertos. Los sitios arqueológicos conforman un santuario, en el que las
esculturas guardan conocimientos herméticos que los sacerdotes enseñan a neófitos,
por intermedio de recorridos iniciáticos.
Escultura de la Mesita B, Parque arqueológico de San Agustín (Dibujo de Manuel María Paz, 1857)
A
lo largo de las décadas de la segunda mitad del siglo XIX los yacimientos de
San Agustín son visitados por exploradores europeos, que dejan algunas
referencias escritas y visuales. Los naturalistas alemanes Alphons Stübel y Wilhelm
Reiss (1868), de paso, en su viaje hacia el Ecuador y el Perú; el escritor español
José María Gutiérrez de Alba, que explica la desaparición de la cultura de San
Agustín como consecuencia de una inundación catastrófica (1873); el explorador francés
Édouard André que toma las primeras fotografías y moldes de varias esculturas
(1876); el naturalista Jean Chaffanjon (1885), el geógrafo francés Élisée Reclus
(1895) y una expedición organizada por el Museo Británico, en 1899.
El
colombiano Carlos Cuervo Márquez (1892) es un personaje prototipo de la élite
intelectual y política latinoamericana de la época; al mismo tiempo que ocupa
cargos de gobierno se interesa por los viajes de estudio para conocer la
diversidad geográfica y etnográfica del país; lo mismo que las riquezas
arqueológicas, como las esculturas de San Agustín, que interpreta como la
realización de un pueblo escultor que tuvo un culto sanguinario, similar al de
antiguas civilizaciones del Viejo Mundo y América, en las que se puede hallar
su origen.
Arqueólogos del siglo XX
A
comienzos del siglo pasado se hace el primer proyecto de investigación
arqueológica moderna, por parte del científico alemán Konrad Th. Preuss (1913).
Etnólogo que investiga principalmente el arte monumental prehistórico porque le
interesa el estudio de las religiones de pueblos primitivos del pasado y el
presente. Piensa que la manera de aproximarse a los significados simbólicos de
la estatuaria es desde los cantos, relatos míticos y rituales de pueblos vivos,
que han conservado sus tradiciones religiosas, desde tiempos prehispánicos.
Excavaciones en en el alto de Las Piedras, San Agustín (Fotografías de Konrad Th. Preuss, 1913)
Aunque
desde 1906, por decreto nacional se prohíbe sacar piezas arqueológicas al
extranjero, sin el permiso de las autoridades, Preuss puede trasladar 21
esculturas originales al Museo Etnológico de Berlín; hecho que motiva al
gobierno colombiano para la expedición de varias leyes proteccionistas de los
monumentos prehispánicos, entre 1918 y 1920. Se prohíbe su destrucción y
sacarlos del país sin el permiso de las autoridades. En 1931 se declaran las
ruinas de San Agustín como Monumento nacional del alto Magdalena y se autoriza
al gobierno para comprar terrenos para la creación de un parque nacional, lo
que se hace desde 1935.
La
obra de Preuss es fundamental en las investigaciones de arqueólogos
posteriores, como Gregorio Hernández de Alba y José Pérez de Barradas, que en
1937, desentierran nuevas esculturas, tumbas y la fuente ceremonial de
Lavapatas; hacen los primeros estudios funcionales de la cerámica y los
artefactos líticos, y establecen periodizaciones a partir de supuestas
invasiones culturales y una evolución formal del arte de la estatuaria.
Escultura monumental de la Mesita B, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de José Pérez de Barradas,1937)
Fuente de Lavapatas, Parque arqueológico de San Agustín (archivo fotográfico de Gregorio Hernández de Alba, 1937)
Escultura de la Mesita B, Parque arqueológico de San Agustín (archivo fotográfico de Gregorio Hernández de Alba, 1937)
La
arqueología en Colombia se consolida en los años cuarenta. Primero, el Estado
establece en 1935 la Oficina del Servicio de Arqueología, a cargo de Gregorio
Hernández de Alba y luego, en 1941, el Instituto Etnológico Nacional, bajo la orientación
científica del americanista francés Paul Rivet. Esta institución tiene como fin
la formación académica profesional de etnólogos y arqueólogos colombianos, para
que se dediquen a conocer la realidad cultural del país, del pasado y el
presente aborigen.
Uno
de los egresados del Instituto Etnológico Nacional es Luis Duque Gómez, que
además de investigador ocupa el cargo de director de esta institución en varias
oportunidades. Desde joven se interesa por trabajar la región arqueológica de
San Agustín, lo que hace durante los años cuarenta y cincuenta. Duque es el
primero en excavar de manera continua y a largo plazo diferentes yacimientos,
sobre todo cementerios y algunos sitios de vivienda, que logra fechar
parcialmente y por primera vez con muestras de C. 14. Establece una periodización
con base en un completo análisis estratigráfico y tipológico de la cerámica, y
con los centenares de tumbas define una tipología formal de las pautas funerarias.
Arqueólogo Luis Duque Gómez y trabajador en excavación de Quinchana, San Agustín (archivo fotográfico de Luis Duque Gómez, 1946)
Duque
piensa que San Agustín es una necrópolis dedicada al culto de los muertos, en
la que se entierran los señores principales de culturas vecinas. Como director
del Instituto Colombiano de Antropología impulsa la creación de leyes nacionales
y la construcción del parque arqueológico de San Agustín, para proteger las
ruinas monumentales y exhibirlas a los visitantes.
Gerardo
Reichel Dolmatoff también investiga el sur del alto Magdalena en 1966; su
interés radica más que todo en la estratigrafía cerámica, de sitios de
vivienda; cuestiona a los investigadores que le precedieron por dedicarse a
excavar, sobre todo, yacimientos monumentales y funerarios. Reichel Dolmatoff,
como etnólogo, también propone una interpretación de la estatuaria como un arte
chamánico, en el que sobresale un culto al jaguar.
Luis
Duque Gómez y el arqueólogo Julio Cesar Cubillos, en los años setenta,
reconstruyen por primera vez los montículos funerarios con sus templetes,
esculturas y tumbas megalíticas. Estos trabajos cambian la percepción que
tienen los visitantes de los parques arqueológicos, porque a partir de ellos
pueden apreciar la grandeza arquitectónica de las ruinas agustinianas, en su
contexto original. En esta misma década se producen cambios teóricos y
metodológicos en la arqueología internacional, que enfatizan los análisis procesales y los estudios medio ambientales, a escala regional, que repercuten en los
nuevos programas de investigación en Colombia.
Reconstrucción montículo funerario, Mesita A del Parque arqueológico de San Agustín (Archivo fotográfico de Luis Duque Gómez, 1971)
Desde
los años ochenta, la región del alto Magdalena se investiga de manera continua
y a largo plazo por dos programas arqueológicos multidisciplinarios, dirigidos
respectivamente por el profesor Héctor Llanos V. de la Universidad Nacional de
Colombia y por el profesor Robert Drennan de la Universidad de Pittsburg (U.S.A.).
En el primero (PIAAM), se enfatiza el conocimiento del proceso histórico de las
pautas de poblamiento, inscritas en la ocupación y obtención de recursos de los
diversos pisos térmicos y en el segundo (PARAM), la evolución regional de las
sociedades complejas sustentada con estudios cuantitativos sobre densidad
demográfica y la utilización de suelos. Ya no se trata de conocer de manera
aislada los monumentales centros funerarios, sino de inscribirlos en procesos
históricos sociales regionales. En el PIAAM, el territorio también es observado como una geografía de los espacios sagrados, como un territorio cósmico; el
mundo simbólico de la estatuaria es concebido como un pensamiento mítico
chamánico, al que se pueden lograr aproximaciones desde tradicionales cosmovisiones
indígenas actuales.
Excavación de planta de vivienda del poblado prehispánico de Morelia, San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1984)
Alineación astronómica de los cerros sagrados La Horqueta, El Parador, Los Ídolos y Las Huacas del territorio cósmico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1995)
Rana in situ que mira hacia la fuente ceremonial de Lavapatas, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1972)
Después
de cien años de investigación arqueológica moderna en San Agustín, los
resultados científicos más recientes reiteran la importancia que tuvo el
pensamiento religioso para explicar la jerarquía de poder local de señores
principales, en un proceso histórico regional, como
se observa en las monumentales tumbas donde fueron enterrados, acompañados de
misteriosas estatuas. Apreciación que replantea el mundo conceptual
aplicado por la arqueología como ciencia moderna, puesto que de aceptarse las
percepciones del espacio y el tiempo de las cosmovisiones indígenas, los investigadores
se verán abocados a elaborar otras estrategias metodológicas en sus
prospecciones y excavaciones, que de hecho producirán otras interpretaciones de
las culturas aborígenes.
Algunas reflexiones arqueológicas
La
reseña historiográfica antes expuesta motiva algunas reflexiones sobre las
culturas americanas. Machu Picchu y San Agustín son ruinas de un remoto pasado que
adquieren en el presente sentidos de realidad gracias a los primeros registros obtenidos
por exploradores de la naturaleza americana, que se atrevieron a recorrer
peligrosos caminos, y gracias también a los arqueólogos modernos del siglo XX, que con recursos tecnológicos especializados, han recuperado las huellas
ancestrales. Hoy en día, son monumentos emblemáticos protegidos por leyes
nacionales e internacionales, que prohíben su destrucción y comercialización, para
que miles de visitantes puedan apropiarse de ellos y disfrutarlos como una
herencia cultural de la humanidad.
El nacimiento de la investigación arqueológica tanto
en el Perú como en Colombia, tiene aspectos peculiares, pero, también hace
parte de un mismo proceso histórico latinoamericano. Los Andes centrales
peruanos como los septentrionales colombianos fueron conquistados y colonizados
por la monarquía imperial hispánica; las guerras de independencia de los
virreinatos del Perú y la Nueva Granada lograron los frutos deseados al ser
concebidas y ejecutadas como una causa común bolivariana; de igual manera, las
repúblicas de Colombia y Perú tuvieron procesos intelectuales y artísticos
análogos durante los siglos XIX y XX. En este sentido los dos países comparten una
historia política, social, cultural, intelectual, artística y científica.
El descubrimiento de América, para los europeos,
significó el dominio de los territorios, la destrucción, sometimiento e
incorporación obligatoria de las culturas aborígenes a los sistemas políticos
monárquicos y a su concepción de mundo occidental (judeo-cristiana-greco-latina).
Muchas ciudades aborígenes fueron destruidas, sus palacios y templos arrasados
y transformados en cimientos, sobre las que los conquistadores fabricaron
catedrales y palacios para sus gobernantes eclesiásticos y civiles; las obras de
arte sagrado se destruyeron por considerarlas creaciones del demonio,
idolatrías de salvajes y bárbaros. La diversidad cultural aborigen fue
combatida y sometida a la invención del Nuevo mundo. Se estableció que la naturaleza
y los pobladores nativos no tenían el grado de madurez racional y moral de la civilizada
Europa, lo que justificó su dominio colonial. La historia milenaria del
continente americano fue negada; por eso se lo llamó el Nuevo mundo, que ingresó
a la historia de Occidente, en 1492.
La investigación arqueológica propone conocer el arché, el origen o la procedencia de los
comportamientos humanos, con el recurso de posiciones teóricas y metodológicas.
En un principio, antes de consolidarse la arqueología como ciencia moderna,
antes del siglo XIX (con sus antecedentes de las ciencias naturales del siglo
XVIII), el pasado se interpreta desde una exégesis de los libros sagrados del
Antiguo testamento. Con el advenimiento del Renacimiento, que propone una
recuperación y una revaloración filosófica y artística del pasado clásico
greco-romano, se excavan antiguas ciudades (Roma, Pompeya, Herculano), más que
todo con el fin de obtener objetos artísticos y arquitectónicos, fundamento de
la modernidad, que son coleccionados por anticuarios y aristócratas, como
símbolos de grandeza de sus antepasados. El arqueólogo, a diferencia del
coleccionista, va más allá en tanto que se interesa por recuperar no solamente
los ideales de belleza contenidos en las obras de arte y ruinas
arquitectónicas.
En el siglo XVIII se forman los científicos europeos
interesados en ordenar y controlar la naturaleza con sistemas clasificatorios
de las especies animales, vegetales y humana (botánica, zoología y anatomía
comparadas), y en descubrir la historia milenaria de la tierra (paleontología,
geología). La nueva ciencia positivista establece leyes mecánicas (causa y
efecto) y comprobaciones empíricas, para explicar el universo y la historia de
la tierra y de la humanidad, desde tiempos prehistóricos.
En la segunda mitad del siglo XVIII, los intelectuales
criollos o europeos ilustrados empiezan a valorar los objetos arqueológicos y
las ruinas arquitectónicas indígenas, como curiosidades científicas, que
merecen ser registradas y coleccionadas en gabinetes reales, en compañía de objetos
naturales, que posteriormente se transforman en museos de ciencias naturales y
etnología.
Durante el siglo XIX, la mayoría de los viajeros son
científicos norteamericanos y europeos que recorren los territorios suramericanos, para conocer el
potencial de sus riquezas naturales; cuando encuentran ruinas arqueológicas en
medio de las selvas andinas, las describen e interpretan, sin excavarlas, de
acuerdo con sus concepciones ideológicas occidentales; especulan sobre sus
orígenes con el recurso de supuestas migraciones intercontinentales, aún
impregnadas de argumentos bíblicos, como el diluvio universal. Para ellos, las
civilizaciones indígenas americanas no pueden tener un origen independiente
porque aceptan, de acuerdo con los textos sagrados, que en el Viejo mundo está
el origen de la humanidad y por lo tanto de todas las civilizaciones.
Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas
del XX se llevan a cabo las primeras investigaciones arqueológicas modernas,
por parte de profesionales norteamericanos o europeos poseedores de una
formación académica universitaria (etnólogos o antropólogos), con una posición
teórica sobre las culturas, sobre su historia concebida como una evolución universal
(salvajismo, barbarie y civilización) o como procesos regionales particulares.
A diferencia de los viajeros anteriores, lo hacen con nuevos métodos y técnicas
de excavación (estratigrafía), sistemas de clasificación formales y análisis
técnicos de los materiales obtenidos. Para explicar el origen y los cambios
culturales proponen la teoría del Difusionismo cultural, que presupone la
existencia de centros creadores o culturas madres, que luego expanden sus invenciones
a otras áreas, por intermedio de hipotéticas migraciones interoceánicas o
continentales. Dichos científicos extranjeros son patrocinados por museos que
esperan como retribución la adquisición de objetos arqueológicos y
etnográficos, por compra a coleccionistas privados o por apropiación directa,
para incrementar sus colecciones que tienen la pretensión de hacer un archivo imperial
de la humanidad.
En las décadas iniciales del siglo XX, la fundación de
los primeros museos arqueológicos y etnológicos, de centros de investigación
adscritos y cátedras o planes de estudio universitarios, constituyen el espacio
académico apropiado para la capacitación de las primeras generaciones de
profesionales de la antropología y la arqueología, en los diferentes países
latinoamericanos. Los trabajos que ellos realizan a lo largo de su vida
contribuyen con la inclusión de los procesos culturales prehispánicos en la
historia de cada país, lo que promueve la creación de imaginarios de una
identidad cultural nacional, como una realidad latinoamericana.
Visitar
las ruinas
En
todo el mundo existen bienes culturales arqueológicos que cada vez atraen más a
miles de visitantes. Recorrer ruinas del pasado tiene un encanto especial,
además de los conocimientos históricos y de los placeres propios de los viajes.
Andar caminos y escaleras de la ciudad de Machu Picchu, rodeados de altos
cerros nevados, lo mismo que admirar las grandes obras megalíticas con sus
esculturas en las cimas de montañas de San Agustín, son experiencias
emocionales que reconfortan a los seres humanos.
Machu Picchu (fotografía de Héctor Llanos V., 2006)
Montículos funerarios de la Mesita A, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1995)
Existe
una gran diferencia entre visitar un museo arqueológico y un conjunto
arquitectónico o ruinas reconstruidas de tiempos pasados. En los museos se hace
una representación, una puesta en escena de ese pasado, con el recurso de
objetos y medios audiovisuales; mientras que recorrer los sitios arqueológicos
es una experiencia directa con la naturaleza y la cultura; es un contacto con
las costumbres de los habitantes y los fenómenos naturales locales: soles
radiantes, vientos, lluvias persistentes, nieblas densas, bosques, montañas,
lagunas, cascadas y ríos con cauces
profundos y caudales impetuosos como los del Urubamba y el Magdalena, que se
desplazan sinuosos entre las sierras
andinas.
Machu Picchu (fotografías de Hiram Binghan, 1911-1915)
Unos indígenas quechuas residentes en las márgenes del
río Urubamba le hablan a Binghan de la existencia de las ruinas de una ciudad,
como la que él estaba buscando. En un sitio del profundo cañón bordeado por
altas montañas, un niño indígena lo conduce, con muchas dificultades, por una
peligrosa pendiente a monumentales construcciones de piedra cubiertas de selva
y localizadas en la cima de la montaña llamada Machu Picchu (Cerro Viejo).
Binghan se queda maravillado de lo que está viendo, como lo anota en su libro:
Apenas abandonamos la cabaña
y dimos vuelta al promontorio, nos encontramos con un inesperado espectáculo:
un gran trecho escalonado de terrazas hermosamente construidas con sostenes de
piedra. Había quizá un ciento de ellas, cada una de cien pies de largo por diez
de alto […]
[…] De pronto me encontré
ante los muros de casas en ruinas construidas con el trabajo de piedra más fino
que hicieran los incas. Era difícil verlas, porque estaban en parte cubiertas
por árboles y musgo, crecimiento de siglos; pero en la densa sombra, escondidos
entre espesuras de bambúes y lianas enredadas, aparecían aquí y allá, muros de
bloques de granito blanco cuidadosamente cortados y exquisitamente encajados […]
Luego, el niño me urgió a
trepar por una abrupta colina sobre la cual parecía haber una escalera de
piedra. Una sorpresa seguía a otra en aplastante panorama […] De pronto, nos
encontramos frente a las ruinas de dos de las más hermosas e interesantes
estructuras de la antigua América. Hechas de granito blanco, las paredes
presentaban bloques de tamaño ciclópeo […] La vista de aquello me dejó
hechizado […][1]
Excavación del montículo Oriental, Mesita A, Parque arqueológico de San Agustín (fotografías de Konrad Th. Preuss, 1913)
La experiencia subjetiva de Preuss en San Agustín es
distinta a la de Binghan; llegar a las ruinas de Machu Picchu implica desplazarse
por caminos que bordean peligrosamente las vertientes del profundo cañón del Urubamba, cubiertas de selva y con pendientes muy pronunciadas que rematan
en altos cerros, a diferencia de los sitios arqueológicos de San Agustín que se
hallan en un paisaje de lomeríos y pequeños valles. La magnitud de la topografía
de los Andes peruanos es diferente a las sierras que bordean el valle alto del
río Magdalena. Además, no es lo mismo apreciar las ruinas de una ciudad cubiertas
de selva, en la cima de una montaña y bordeadas por el abismal cañón del
Urubamba, que observar en medio de un bosque grandes esculturas caídas y medio
enterradas. Preuss narra de la siguiente manera su llegada al caserío de San
Agustín y la añoranza de su estadía:
Pueblos y aldeas se
encuentran a todo lo largo de la ruta hasta llegar a las cabañas que forman el
poblado de San Agustín. Aquí concluyen los caminos de herradura; por doquiera
aparecen únicamente mezquinas trochas que conducen a chozas aisladas. Al través
de las selvas vírgenes puede irse o bien hasta el Caquetá o por el lado de la
cordillera Central hasta el Cauca. Háyase aquí uno como perdido en un callejón
sin salida, y se siente en los confines del mundo. Quizá a esto se deba el
olvido en que han estado las antigüedades de este sitio. En estas trochas no se
ve huella humana que conduzca a una dirección prefijada. A medida que el
viajero se aparta en busca del sur, solo tropieza con moradores autóctonos […]
Nos instalamos en el Alto de los Ídolos por un tiempo que
bien pudiera resultar indefinido. Cayeron por tierra, a los golpes de machete
algunos corpulentos gigantes de la selva, arrastrando consigo cuantos hallaron
a su paso. Del 19 al 25 de febrero llovió, por desgracia, casi todos los días;
difícilmente puede uno formarse idea, sin haberlo visto, de los torrentes
impetuosos que se forman en estos casos en las montañas. Invadieron las aguas
nuestro campamento, y una niebla constante, producida por la humedad de la
atmósfera, empapó del todo la tolda impermeable. El ronco estruendo de los
truenos en las noches, la penumbra de luz solar en los días opacos, que cada
momento nos hacía concebir la esperanza de que el sol apareciera por algún
claro de nubes, mantenían el espíritu en un estado de constante tensión y
producían en nosotros efectos místicos y extraños. Mayor fue todavía nuestro
asombro cuando comenzamos a sentir que la tierra bamboleaba bajo nuestros pies;
hasta la misma cámara fotográfica rodó por las laderas de la montaña; piedras y
árboles, como dotados de una vida extraña, rodaron por las faldas de la montaña
[…]
Al salir de las regiones de
San Agustín llevé conmigo los imborrables contornos del paisaje, los recuerdos
de aquel clima suave, de aquellos trabajadores, siempre alegres y de aquella
aldea, presta siempre a secundar mis propósitos. Acordéme entonces con cierta nostalgia de los
disfraces, matachines y mojigangas de aquellos aldeanos; de las serenatas que
al son del tiple, la bandola y la guitarra oía desde mi choza en aquellas altas
horas de unas noches o de unos amaneceres que me trasportaban a un mundo para mí
del todo nuevo, desconocido e impregnado de exquisita poesía.[2]
Paisaje de La Palma y plaza con esculturas del pueblo de San Agustín (fotografías de Konrad Th. Preuss, 1913)
Preuss termina hablando de poesía, después de un
contacto directo con la naturaleza, las ruinas megalíticas y los campesinos;
Binghan se siente hechizado, desde el primer día en Machu Picchu; ambos viven
experiencias con el tiempo, que no solamente pueden vivir los arqueólogos, sino
también, las personas que recorren las ruinas monumentales, después de haber
sido investigadas y reconstruidas. Es lo que el antropólogo Marc Augé llama el tiempo en ruinas que va más allá del
tiempo histórico; los visitantes sienten que son seres que admiran lo sublime
de la belleza y la naturaleza. Es una vivencia emocional, universal, del tiempo puro.[3] Esto
puede ayudar a entender por qué millones de personas de muchos países viajan
cada año para visitar ruinas arqueológicas, de todos los continentes, como el
Partenón de Atenas, el palacio de Cnosos de Creta, las pirámides de Egipto, el
templo de Angkor Wat en Cambodia, la ciudad de Teotihuacán en México o de Tikal
en Guatemala, el Machu Picchu del Perú (visitado por 600.000 personas al año) o
el alto de Los Ídolos en San Agustín, Colombia.
Desde remotos tiempos, las pirámides como las
montañas, para las culturas aborígenes de América, son lugares sagrados o ejes
cósmicos (axis mundi) que unen el cielo con la tierra en que habitamos y el
inframundo o espacio donde habitan los espíritus de los muertos. La cúspide de
Machu Picchu como la cima de las montañas del alto Magdalena, con sus templetes
y chamanes de piedra, son lugares herméticos, sagrados, puertas del tiempo, del
instante que diluye la frontera entre el tiempo histórico y el tiempo de los
mitos.
Machu Picchu (fotografía de Héctor Llanos V., 2000)
Epílogo
Quiero terminar esta charla compartiendo con ustedes
unas palabras que brotaron de mi mente, en uno de mis viajes, sentado en la
parte más alta de Machu Picchu, en una brumosa y fría mañana de invierno:
Mirar y no ver nada es
percibir la realidad de otra manera. Sentado en la cima de Machu Picchu,
rodeado de la blanca niebla que todo lo cubre, escucho los sonidos de aves
desconocidas y del torrente del profundo Wilcamayo que corre hacia el oriente,
para dar génesis al gran río de las Amazonas. Me siento inmerso en un espacio
cósmico de manera análoga a la de Zaratustra cuando se dirige a los rudos
marineros después de bajar de la montaña de las islas Afortunadas y les dice: ‘a
vosotros los ebrios de enigmas que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas
almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos: pues no queréis,
con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odias
el deducir.’
No soy consciente de la
medida del tiempo: ¿Será que ‘toda verdad, el tiempo mismo es un círculo’, como
le dice el enano (espíritu de la pesadez) a Zaratustra? O como le responde
éste: ‘lo que existe es la puerta llamada ‘Instante’ a la que llegan dos calles
que son una eternidad: cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que
haber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden
ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido
alguna vez? Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante?
¿No tendrá también este portón que haber existido ya' (Nietzsche, 1999:
228-230).
Vivo un momento de plenitud,
no siento hastío, no veo el sol ni la luna, sólo me cubre el frío de los Andes
y sonrío al ver el Huayna Picchu y fragmentos de las ruinas de la ciudadela que
aparecen y desaparecen mágicamente, como si se tratara de un sueño, gracias a
la bruma que se desplaza. Luego desciendo de la cúspide de la montaña, del
cielo y me introduzco en la niebla, en el laberinto de escaleras y caminos,
viendo imágenes bellas que justifican la vida.[4]
Finalmente, como nos invita Pablo Neruda en versos de Alturas de Machu Picchu:
Sube conmigo, amor americano.
Besa conmigo las piedras secretas.
Referencias
bibliográficas
Augé, Marc, El tiempo en ruinas. Editorial Gedisa,
Barcelona, 2003.
Binghan, Hiram, Machu Picchu, la ciudad perdida de los Incas.
Editorial Zig-Zag, Lima, 1977.
Bonavia, Duccio
y Ravines, Rogger, Arqueología peruana,
precursores. Casa de la cultura del Perú, Lima, 1970.
Buse, Hermann,
Machu Picchu. Librería Studium S. A., Lima, 1978.
Kauffman Doig,
Federico, Manual de arqueología peruana.
Iberia S. A., Lima, 1978.
Llanos, Héctor “Imágenes del arqueólogo Luis Duque
Gómez”. En Boletín de Arqueología,
Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales, Banco de la República,
volumen 16, número 2, Bogotá, 2001.
Llanos,
Héctor, “Viajeros ilustrados y arqueólogos de san Agustín”. En Memorias Cátedra de Historia Ernesto Restrepo
Tirado, San Agustín: materia y memoria viva hoy, Museo Nacional de Colombia e Instituto Colombiano de Antropología e
Historia, Bogotá, 2014.
Nietzsche, Federico, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial,
Madrid, 1999.
Preuss, Konrad
Th., Arte monumental prehistórico.
Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2013.
Silva-Meinel,
Gabriel, Machu Picchu 100 años de fotografía en blanco y negro. Instituto
cultural peruano norteamericano, Lima, 2013.
[1] Hiram
Binghan, Machu Picchu. La ciudad perdida
de los incas. Editorial Zig-Zag, Santiago de Chile, ediciones Rodas,
Madrid, 1977, pág. 159.
[2] Konrad Th. Preuss, Arte monumental prehistórico. Instituto
Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2013, pág. 59.
[3] Marc Augé, El tiempo en ruinas. Editorial Gedisa, Barcelona, 2003.
[4] Héctor
Llanos V. “Imágenes del arqueólogo Luis Duque Gómez”. En Boletín de Arqueología, Fundación de Investigaciones Arqueológicas
Nacionales, Banco de la República, volumen 16, número 2, Bogotá, 2001, pág. 77.
Que magnífico ensayo profesor Llanos. Nostalgia de sus clases y enseñanzas.
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ResponderBorrarSe agradece al maestro Llanos por esta contribución al conocimiento público de nuestro patrimonio. Me permito una acotación al respecto de la comparación entre Machu Picchu y San Agustín, mientras para el primero el gobierno peruano reclamó y logró la repatriación de bienes expoliados por Binghan, para San Agustín no se conocen gestiones que las autoridades colombianas hayan adelantado para la repatriación de las más de 30 estatuas expoliadas por Preuss y que reposan en Berlin. La “celebración” de los 100 años del “descubrimiento científico” de San Agustín resultó ser un fiasco, no por desméritos académicos de sus organizadores, sino por la “falsedad ideológica” que implicó conmemorar un expolio con un acto que lo remedaba: el del traslado (asi fuera temporal) de estatuaria del macizo colombiano hasta una sala del Museo Nacional en Bogotá. Esto motivó a que un significativo sector de la comunidad de San Agustín se opusiera a dichos eventos y evitara un nuevo expolio simbólico, como un acto de reivindicación de derechos históricamente vulnerados. El patrimonio cultural y sobre todo el “arqueológico” es hoy ya sujeto de otro tipo de valoraciones, mucho más complejas, que aquellas que decretaba, como si fuera un hecho natural, la lógica nacionalista bajo la bendición de una academia cerrada y sujeta a los intereses hegemónicos. Los ídolos no se “silenciaron” en la fallida exposición de Bogotá, por el contrario, estaban gritando a través del reclamo de las comunidades a las que las autoridades pretendieron acallar. El patrimonio hoy es otra cosa y el pasado se representa en el presente de otras múltiples e insospechadas formas...
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