sábado, 3 de mayo de 2014

Machu Picchu (1911) y San Agustín (1913): una experiencia con las ruinas



Machu Picchu (fotografía de Héctor Llanos V., 2006)



San Agustín (foto-montaje de Héctor Llanos V., 1995 )

Presentación

El pasado es una realidad que ya no existe; de él solamente quedan documentos, evidencias, objetos y ruinas arquitectónicas que investigan los arqueólogos con el fin de reconstruirlo o recuperarlo, como una memoria presente, en un contexto social, que le da diversos sentidos de realidad relacionados con la identidad cultural.

¿Qué lleva a los arqueólogos a excavar ruinas?
¿Por qué a las personas les gusta visitar ruinas arqueológicas, qué las motiva?
¿Qué relación tienen las ruinas arqueológicas del presente con el pasado, cuando eran realidades culturales vivas?

Estos interrogantes los podemos analizar con motivo de las celebraciones oficiales que hicieron los gobiernos del Perú y Colombia, del centenario de la investigación arqueológica moderna llevada a cabo en Machu Picchu (1911-2011) y San Agustín (1913-2013), que los ha transformado en lugares emblemáticos, en el contexto de una identidad nacional, ahora relativizada por una economía neoliberal globalizada.

Aunque Machu Picchu y San Agustín son dos realidades arqueológicas diferentes, inscritas en procesos prehispánicos desiguales e independientes, por sus valiosos contenidos culturales, podemos hacer un paralelo de su trascendencia científica y cultural a escala nacional y mundial, en sus respectivas proporciones. Ambas han sido declaradas patrimonio nacional y de la humanidad, por la Unesco, en 1983 y 1995, respectivamente. Machu Picchu es una ciudad del imperio de los Incas construida entre los siglos XV y XVI, en un impresionante sector del valle del río Urubamba o Wilcamayo, de los Andes orientales del Perú; San Agustín es una región arqueológica localizada en el Macizo Colombiano (valle alto del río Magdalena), en la que habitó una antigua cultura durante un proceso histórico de 2000 años. Lo más sobresaliente de Machu Picchu es su elaborado urbanismo, y de San Agustín, los centros funerarios con una arquitectura y un arte escultórico megalíticos, con enigmáticos elementos simbólicos.

Antes del hallazgo de Machu Picchu

En tiempos coloniales hay escritos en los que se referencian yacimientos y objetos arqueológicos del Perú, más que todo relacionados con los Incas. Son crónicas que utilizan un lenguaje prejuiciado, que condena las culturas aborígenes por ser idólatras (Avendaño, Ávila, Molina, Príncipe y otros). Se tiene interés por la historia de los Incas como se aprecia en las obras de Garcilaso, Sarmiento y Cieza de León. Para el siglo XVIII, con el advenimiento del racionalismo ilustrado, existen autores europeos que toman posiciones científicas racistas que denigran de la naturaleza y las culturas americanas, al considerarlas inferiores a las del viejo continente (De Paw y Robertson). También hay intelectuales que valoran los objetos arqueológicos y los usos y costumbres de los pueblos indígenas peruanos. Este es el caso de Baltazar Jaime Martínez de Compañón (obispo de Trujillo y arzobispo de Bogotá) (1737-1780). En sus recorridos por la diócesis de Trujillo hace estudios lingüísticos, colecciona objetos arqueológicos y etnográficos que envía a la corte española, y ordena hacer una gran obra compuesta por láminas pintadas con acuarela, de los habitantes y sus oficios, las ruinas y materiales arqueológicos.

Durante el transcurso del siglo XIX, los territorios peruanos son recorridos e investigados por científicos extranjeros, pioneros de la geografía y las ciencias naturales, físicas, químicas, en cuyas obras describen sitios arqueológicos. También hay lingüistas-anticuarios que hacen estudios comparativos formales entre las lenguas de culturas peruanas y las del Viejo Mundo, con el fin de explicar el origen de aquellas.

Mariano Eduardo de Rivero (1798-1857) es el principal científico peruano del siglo XIX. Naturalista, político y diplomático; estudia mineralogía y química en Londres y París; conoce a importantes científicos de la época como Louis Joseph Gay-Lussac y Alexander von Humboldt. Hace descubrimientos en minas de cobre y salitre (Atacama), en el guano y el carbón de piedra, pensando en su industrialización.

Rivero, tiene que ver con el surgimiento de la ciencia moderna en Colombia; antes de su regreso a su país natal, fue contratado por orden de Simón Bolívar, presidente de la Gran Colombia (1819-1830), y por intermedio de Francisco Antonio Zea, ministro en la ciudad de París, en compañía de otros investigadores (Boussingault, Roulin, Bourdon y Goudot), en el año 1823. Rivero es comisionado para fundar y dirigir en Bogotá la Escuela de Minas; también para crear el Museo de Historia Natural. En 1825 conoce las ruinas de San Agustín en compañía del botánico Juan María Céspedes y el dibujante de la real Expedición Botánica, Francisco Javier Matiz. De esta exploración, lamentablemente se conoce poca información, algunos apuntes del diario de Céspedes y las primeras acuarelas de esculturas, con sus descripciones, que Rivero publica, en compañía del naturalista y lingüista suizo, Johann Jakob von Tschudi, en su libro Antigüedades Peruanas, en 1851.


Mariano E. Rivero y Johann J. Tschudi, Antigüedades Peruanas (1851)

Rivero, además de ocupar cargos políticos, desempeña un papel científico fundamental en la constitución de la ciencia en el Perú republicano. En 1826 es nombrado director general de minería, agricultura e instrucción pública; en 1828 funda la Escuela de Minas de Lima (hoy Universidad Nacional de Ingeniería) y el Museo Nacional de Historia Natural, Antigüedades e Historia (hoy Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia).

Otro destacado investigador que valora las ruinas arqueológicas es el naturalista y geógrafo italiano, Antonio Raimondi, que llega al Perú en 1850; es encargado de organizar el Museo de Historia Natural del Colegio Independencia; se destaca como profesor de la Universidad de San Marcos y es uno de los fundadores de la Escuela de Medicina. Como lo hace el italiano Agustín Codazzi en Colombia, recorre los territorios peruanos durante 18 años para conocer su naturaleza y habitantes; información que publica en seis tomos, que conforman su obra El Perú (1875-1913).

Entre los pioneros de la arqueología del Perú pueden mencionarse a Ephraim G. Esquier que explora ruinas del Perú y Bolivia y excava en Pachacamac (1863-1865); Wilhelm Reiss y Alphons Stübel investigan una necrópolis en Ancón (1874-1875) y publican el primer informe sistemático de la arqueología andina (1880-1887). Los trabajos de Max Uhle en la ciudad de Pachacamac (1896), cerca de Lima, son los primeros que sobresalen por su metodología y técnicas de excavación modernas (aplicación de la estratigrafía para el establecimiento de una cronología de culturas pre-incaicas).

Hallazgo de Machu Picchu

En 1911, el científico norteamericano Hiram Binghan explora yacimientos arqueológicos de los ríos Apurímac y Urubamba, de los Andes orientales del Perú (departamento del Cuzco). De acuerdo con crónicas de la conquista esperaba hallar las ciudades de Vitcus y Vilcabamba, que se mencionan como las últimas capitales donde habían residido los soberanos incas, en el siglo XVI, en su retirada ante la expansión de los conquistadores españoles. Binghan es patrocinado por la National Geographic Society y la Universidad de Yale (Peabody Museum).


Machu Picchu (fotografía de Hiram Binghan, 1911-1915)

Es cierto que las primeras referencias sobre la ciudad de Machu Picchu no son las de Binghan; hay datos en documentos coloniales, que pueden referirse a ella. Además en las mismas ruinas habitaban dos familias de arrendatarios indígenas que cultivaban las antiguas terrazas. Más allá de los debates que genera el uso de la palabra descubrimiento, lo importante es destacar que Binghan es el primer arqueólogo que hace el desmonte de las ruinas, las primeras excavaciones (más que todo de tumbas localizadas en cuevas de los alrededores), los primeros registros fotográficos, descripciones y planos de las construcciones, y dibujos de los objetos excavados, entre 1911 y 1915. Inicialmente, interpreta Machu Picchu como una antigua ciudad de la época de Manco el grande; luego, de acuerdo con otros trabajos de investigación, la asocia con la antigua Vilcabamba, residencia de los últimos soberanos (siglos XV y XVI): Pachacútec, Manco Inca, Titu Cusi Yupanqui y Túpac Amaru. 

La arqueología moderna en el Perú se consolida a partir de los trabajos de julio Cesar Tello, el padre de la arqueología peruana; inicialmente estudia medicina en Lima, luego artes y antropología en Harvard, en donde tiene como maestros a Ales Hrdlicka y Franz Boas (1908-1911), creadores de la teoría del particularismo histórico, que se opone al evolucionismo. En 1919 funda el Museo de Arqueología y Etnología de la Universidad de San Marcos, y en 1924 el Museo de Arqueología Peruana (Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia de Pueblo libre). Se desempeña como profesor de las universidades de San Marcos y Católica del Perú (1931-1933).

Durante las décadas del 20 y el 30 la investigación arqueológica se inscribe en los movimientos indigenistas que reivindican el pasado aborigen americano. Aunque Tello no excava directamente en Machu Picchu, los resultados de sus proyectos en Chavín de Huántar (1919), Paracas (1925), valle de Santa (1926-1930), Kotosh (1935), alto Marañón (1934-1937) y Urubamba (1942), lo llevan a sustentar una nueva teoría para interpretar la historia prehispánica del Perú. Tello piensa que Chavín es la cultura matriz de procesos históricos posteriores; de esta manera argumenta que la historia prehispánica del Perú es autóctona y no procedente de Mesoamérica, como lo había planteado Max Uhle. La autonomía de los procesos culturales andinos favorece los sentimientos y discursos políticos de identidad nacional.




Machu Picchu (fotografías de Martín Chambi, 1924-1928)

Entre los años 1924 y 1928 las ruinas de Machu Picchu son fotografiadas por Martín Chambi y Juan Manuel Figueroa; hermosas imágenes en blanco y negro que publican en revistas peruanas y que sirven como promoción y creación de Machu Picchu como un símbolo de identidad nacional. El flujo de visitantes se incrementa con la construcción de la carretera entre la estación del tren y la cima donde están las construcciones, en 1948.

Machu Picchu es tema de nuevos trabajos de excavación y restauración por parte de una nueva generación de arqueólogos desde 1970: Chávez Ballón, Lorenzo, Ramos Condori, Zapata, Sánchez, Valencia y Gibaja; se efectúan interpretaciones históricas y observaciones astronómicas que sustentan la orientación solar de sus edificios principales. En 1981 la ciudad queda inscrita como un santuario histórico en una zona de protección ecológica o reserva natural, que en algunas oportunidades se ha visto expuesta a incendios forestales, como el de 1997. También, el acceso a los recursos económicos causados por el ingreso de los visitantes a Machu Picchu genera conflictos políticos entre las poblaciones cercanas al asentamiento urbano, situación que reglamentan las autoridades gubernamentales. En el 2007, por votación mundial, Machu Picchu es seleccionada como una de las siete maravillas del mundo moderno. En este mismo año, la universidad de Yale y las autoridades peruanas firman un acuerdo como marco de colaboración internacional para la educación e investigación, que es el punto de partida para la devolución de las miles de piezas arqueológicas llevadas por Binghan al Peabody Museum, algo que se logra con motivo de la celebración oficial del centenario del Machu Picchu, en el 2011.

Viajeros ilustrados de paso por San Agustín

A diferencia de Machu Picchu, las obras megalíticas de San Agustín dejaron de construirse siglos antes de la llegada de los conquistadores españoles, en la tercera década del siglo XVI. Por su carácter funerario, las construcciones estaban bajo tierra lo mismo que la gran mayoría de las esculturas, lo que explica por qué las crónicas de la conquista no hablan de ellas, sino de los yalcones, pueblo que ocupó el territorio cuando la cultura de San Agustín entró en crisis, hacia el siglo VIII de nuestra era.

La referencia más antigua que existe sobre las ruinas arqueológicas de San Agustín se debe a fray Juan de Santa Gertrudis, que visita el pueblo doctrinero conformado por unas pocas familias de indígenas, en 1756. Como era de esperarse en tiempos coloniales, la mente fantástica de dicho misionero percibe algunas esculturas desenterradas por buscadores de tesoros, como idolatría o culto al demonio.

Desde finales del siglo XVIII y durante el XIX, San Agustín es conocida por viajeros ilustrados, interesados en las ciencias naturales. Inicialmente sobresale Francisco José de Caldas, pionero de la investigación geográfica en Colombia y víctima del cadalso español. Caldas propone, por primera vez, la necesidad de estudiar y proteger el valioso arte de un pueblo desconocido.

En la república de Colombia decimonónica, el más importante geógrafo es el general Agustín Codazzi, director de la Comisión Corográfica. En su exploración por las tierras del sur (1857) conoce las esculturas de San Agustín, que le motivan a escribir el primer estudio monográfico de las mismas, acompañado de un plano topográfico y un conjunto de dibujos y acuarelas realizadas por Manuel María Paz.


Plano topográfico de San Agustín (Agustín Codazzi, Comisión Corográfica, 1857)


Dibujos de Manuel María Paz (Agustín Codazzi, Comisión Corográfica, 1857)

Codazzi cambia la concepción colonial de las sociedades indígenas, valora las antigüedades como testimonio del grado de civilización que han alcanzado. Es un ilustrado que integra las tribus indígenas a la república y las define como naciones. Establece que los ídolos y los adoratorios de San Agustín fueron hechos por una misteriosa cultura, dominada por sacerdotes que adoraban dioses (ídolos) y rendían culto a los muertos. Los sitios arqueológicos conforman un santuario, en el que las esculturas guardan conocimientos herméticos que los sacerdotes enseñan a neófitos, por intermedio de recorridos iniciáticos.


Escultura de la Mesita B, Parque arqueológico de  San Agustín (Dibujo de Manuel María Paz, 1857)

A lo largo de las décadas de la segunda mitad del siglo XIX los yacimientos de San Agustín son visitados por exploradores europeos, que dejan algunas referencias escritas y visuales. Los naturalistas alemanes Alphons Stübel y Wilhelm Reiss (1868), de paso, en su viaje hacia el Ecuador y el Perú; el escritor español José María Gutiérrez de Alba, que explica la desaparición de la cultura de San Agustín como consecuencia de una inundación catastrófica (1873); el explorador francés Édouard André que toma las primeras fotografías y moldes de varias esculturas (1876); el naturalista Jean Chaffanjon (1885), el geógrafo francés Élisée Reclus (1895) y una expedición organizada por el Museo Británico, en 1899.

El colombiano Carlos Cuervo Márquez (1892) es un personaje prototipo de la élite intelectual y política latinoamericana de la época; al mismo tiempo que ocupa cargos de gobierno se interesa por los viajes de estudio para conocer la diversidad geográfica y etnográfica del país; lo mismo que las riquezas arqueológicas, como las esculturas de San Agustín, que interpreta como la realización de un pueblo escultor que tuvo un culto sanguinario, similar al de antiguas civilizaciones del Viejo Mundo y América, en las que se puede hallar su origen.

Arqueólogos del siglo XX

A comienzos del siglo pasado se hace el primer proyecto de investigación arqueológica moderna, por parte del científico alemán Konrad Th. Preuss (1913). Etnólogo que investiga principalmente el arte monumental prehistórico porque le interesa el estudio de las religiones de pueblos primitivos del pasado y el presente. Piensa que la manera de aproximarse a los significados simbólicos de la estatuaria es desde los cantos, relatos míticos y rituales de pueblos vivos, que han conservado sus tradiciones religiosas, desde tiempos prehispánicos.


Excavaciones en en el alto de Las Piedras, San Agustín (Fotografías de Konrad Th. Preuss, 1913)

Aunque desde 1906, por decreto nacional se prohíbe sacar piezas arqueológicas al extranjero, sin el permiso de las autoridades, Preuss puede trasladar 21 esculturas originales al Museo Etnológico de Berlín; hecho que motiva al gobierno colombiano para la expedición de varias leyes proteccionistas de los monumentos prehispánicos, entre 1918 y 1920. Se prohíbe su destrucción y sacarlos del país sin el permiso de las autoridades. En 1931 se declaran las ruinas de San Agustín como Monumento nacional del alto Magdalena y se autoriza al gobierno para comprar terrenos para la creación de un parque nacional, lo que se hace desde 1935.

La obra de Preuss es fundamental en las investigaciones de arqueólogos posteriores, como Gregorio Hernández de Alba y José Pérez de Barradas, que en 1937, desentierran nuevas esculturas, tumbas y la fuente ceremonial de Lavapatas; hacen los primeros estudios funcionales de la cerámica y los artefactos líticos, y establecen periodizaciones a partir de supuestas invasiones culturales y una evolución formal del arte de la estatuaria.


Escultura monumental de la Mesita B, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de José Pérez de Barradas,1937)


Fuente de Lavapatas, Parque arqueológico de San Agustín (archivo fotográfico de Gregorio Hernández de Alba, 1937)



Escultura de la Mesita B, Parque arqueológico de San Agustín (archivo fotográfico de Gregorio Hernández de Alba, 1937)

La arqueología en Colombia se consolida en los años cuarenta. Primero, el Estado establece en 1935 la Oficina del Servicio de Arqueología, a cargo de Gregorio Hernández de Alba y luego, en 1941, el Instituto Etnológico Nacional, bajo la orientación científica del americanista francés Paul Rivet. Esta institución tiene como fin la formación académica profesional de etnólogos y arqueólogos colombianos, para que se dediquen a conocer la realidad cultural del país, del pasado y el presente aborigen.

Uno de los egresados del Instituto Etnológico Nacional es Luis Duque Gómez, que además de investigador ocupa el cargo de director de esta institución en varias oportunidades. Desde joven se interesa por trabajar la región arqueológica de San Agustín, lo que hace durante los años cuarenta y cincuenta. Duque es el primero en excavar de manera continua y a largo plazo diferentes yacimientos, sobre todo cementerios y algunos sitios de vivienda, que logra fechar parcialmente y por primera vez con muestras de C. 14. Establece una periodización con base en un completo análisis estratigráfico y tipológico de la cerámica, y con los centenares de tumbas define una tipología formal de las pautas funerarias.


Arqueólogo Luis Duque Gómez y trabajador en excavación de Quinchana, San Agustín (archivo fotográfico de Luis Duque Gómez, 1946)

Duque piensa que San Agustín es una necrópolis dedicada al culto de los muertos, en la que se entierran los señores principales de culturas vecinas. Como director del Instituto Colombiano de Antropología impulsa la creación de leyes nacionales y la construcción del parque arqueológico de San Agustín, para proteger las ruinas monumentales y exhibirlas a los visitantes.

Gerardo Reichel Dolmatoff también investiga el sur del alto Magdalena en 1966; su interés radica más que todo en la estratigrafía cerámica, de sitios de vivienda; cuestiona a los investigadores que le precedieron por dedicarse a excavar, sobre todo, yacimientos monumentales y funerarios. Reichel Dolmatoff, como etnólogo, también propone una interpretación de la estatuaria como un arte chamánico, en el que sobresale un culto al jaguar.

Luis Duque Gómez y el arqueólogo Julio Cesar Cubillos, en los años setenta, reconstruyen por primera vez los montículos funerarios con sus templetes, esculturas y tumbas megalíticas. Estos trabajos cambian la percepción que tienen los visitantes de los parques arqueológicos, porque a partir de ellos pueden apreciar la grandeza arquitectónica de las ruinas agustinianas, en su contexto original. En esta misma década se producen cambios teóricos y metodológicos en la arqueología internacional, que enfatizan los análisis procesales y los estudios medio ambientales, a escala regional, que repercuten en los nuevos programas de investigación en Colombia.


Reconstrucción montículo funerario, Mesita A del Parque arqueológico de San Agustín (Archivo fotográfico de Luis Duque Gómez, 1971)

Desde los años ochenta, la región del alto Magdalena se investiga de manera continua y a largo plazo por dos programas arqueológicos multidisciplinarios, dirigidos respectivamente por el profesor Héctor Llanos V. de la Universidad Nacional de Colombia y por el profesor Robert Drennan de la Universidad de Pittsburg (U.S.A.). En el primero (PIAAM), se enfatiza el conocimiento del proceso histórico de las pautas de poblamiento, inscritas en la ocupación y obtención de recursos de los diversos pisos térmicos y en el segundo (PARAM), la evolución regional de las sociedades complejas sustentada con estudios cuantitativos sobre densidad demográfica y la utilización de suelos. Ya no se trata de conocer de manera aislada los monumentales centros funerarios, sino de inscribirlos en procesos históricos sociales regionales. En el PIAAM, el territorio también es observado como una geografía de los espacios sagrados, como un territorio cósmico; el mundo simbólico de la estatuaria es concebido como un pensamiento mítico chamánico, al que se pueden lograr aproximaciones desde tradicionales cosmovisiones indígenas actuales.  



Excavación de planta de vivienda del poblado prehispánico de Morelia, San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1984)


Alineación astronómica de los cerros sagrados La Horqueta, El Parador, Los Ídolos y Las Huacas del territorio cósmico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V.,  1995)


Rana in situ que mira hacia la fuente ceremonial de Lavapatas, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1972)

Después de cien años de investigación arqueológica moderna en San Agustín, los resultados científicos más recientes reiteran la importancia que tuvo el pensamiento religioso para explicar la jerarquía de poder local de señores principales, en un proceso histórico regional, como se observa en las monumentales tumbas donde fueron enterrados, acompañados de misteriosas estatuas. Apreciación que replantea el mundo conceptual aplicado por la arqueología como ciencia moderna, puesto que de aceptarse las percepciones del espacio y el tiempo de las cosmovisiones indígenas, los investigadores se verán abocados a elaborar otras estrategias metodológicas en sus prospecciones y excavaciones, que de hecho producirán otras interpretaciones de las culturas aborígenes.

Algunas reflexiones arqueológicas

La reseña historiográfica antes expuesta motiva algunas reflexiones sobre las culturas americanas. Machu Picchu y San Agustín son ruinas de un remoto pasado que adquieren en el presente sentidos de realidad gracias a los primeros registros obtenidos por exploradores de la naturaleza americana, que se atrevieron a recorrer peligrosos caminos, y gracias también a los arqueólogos modernos del siglo XX, que con recursos tecnológicos especializados, han recuperado las huellas ancestrales. Hoy en día, son monumentos emblemáticos protegidos por leyes nacionales e internacionales, que prohíben su destrucción y comercialización, para que miles de visitantes puedan apropiarse de ellos y disfrutarlos como una herencia cultural de la humanidad.

El nacimiento de la investigación arqueológica tanto en el Perú como en Colombia, tiene aspectos peculiares, pero, también hace parte de un mismo proceso histórico latinoamericano. Los Andes centrales peruanos como los septentrionales colombianos fueron conquistados y colonizados por la monarquía imperial hispánica; las guerras de independencia de los virreinatos del Perú y la Nueva Granada lograron los frutos deseados al ser concebidas y ejecutadas como una causa común bolivariana; de igual manera, las repúblicas de Colombia y Perú tuvieron procesos intelectuales y artísticos análogos durante los siglos XIX y XX. En este sentido los dos países comparten una historia política, social, cultural, intelectual, artística y científica.

El descubrimiento de América, para los europeos, significó el dominio de los territorios, la destrucción, sometimiento e incorporación obligatoria de las culturas aborígenes a los sistemas políticos monárquicos y a su concepción de mundo occidental (judeo-cristiana-greco-latina). Muchas ciudades aborígenes fueron destruidas, sus palacios y templos arrasados y transformados en cimientos, sobre las que los conquistadores fabricaron catedrales y palacios para sus gobernantes eclesiásticos y civiles; las obras de arte sagrado se destruyeron por considerarlas creaciones del demonio, idolatrías de salvajes y bárbaros. La diversidad cultural aborigen fue combatida y sometida a la invención del Nuevo mundo. Se estableció que la naturaleza y los pobladores nativos no tenían el grado de madurez racional y moral de la civilizada Europa, lo que justificó su dominio colonial. La historia milenaria del continente americano fue negada; por eso se lo llamó el Nuevo mundo, que ingresó a la historia de Occidente, en 1492.

La investigación arqueológica propone conocer el arché, el origen o la procedencia de los comportamientos humanos, con el recurso de posiciones teóricas y metodológicas. En un principio, antes de consolidarse la arqueología como ciencia moderna, antes del siglo XIX (con sus antecedentes de las ciencias naturales del siglo XVIII), el pasado se interpreta desde una exégesis de los libros sagrados del Antiguo testamento. Con el advenimiento del Renacimiento, que propone una recuperación y una revaloración filosófica y artística del pasado clásico greco-romano, se excavan antiguas ciudades (Roma, Pompeya, Herculano), más que todo con el fin de obtener objetos artísticos y arquitectónicos, fundamento de la modernidad, que son coleccionados por anticuarios y aristócratas, como símbolos de grandeza de sus antepasados. El arqueólogo, a diferencia del coleccionista, va más allá en tanto que se interesa por recuperar no solamente los ideales de belleza contenidos en las obras de arte y ruinas arquitectónicas.

En el siglo XVIII se forman los científicos europeos interesados en ordenar y controlar la naturaleza con sistemas clasificatorios de las especies animales, vegetales y humana (botánica, zoología y anatomía comparadas), y en descubrir la historia milenaria de la tierra (paleontología, geología). La nueva ciencia positivista establece leyes mecánicas (causa y efecto) y comprobaciones empíricas, para explicar el universo y la historia de la tierra y de la humanidad, desde tiempos prehistóricos.

En la segunda mitad del siglo XVIII, los intelectuales criollos o europeos ilustrados empiezan a valorar los objetos arqueológicos y las ruinas arquitectónicas indígenas, como curiosidades científicas, que merecen ser registradas y coleccionadas en gabinetes reales, en compañía de objetos naturales, que posteriormente se transforman en museos de ciencias naturales y etnología.

Durante el siglo XIX, la mayoría de los viajeros son científicos norteamericanos y europeos que recorren los territorios suramericanos, para conocer el potencial de sus riquezas naturales; cuando encuentran ruinas arqueológicas en medio de las selvas andinas, las describen e interpretan, sin excavarlas, de acuerdo con sus concepciones ideológicas occidentales; especulan sobre sus orígenes con el recurso de supuestas migraciones intercontinentales, aún impregnadas de argumentos bíblicos, como el diluvio universal. Para ellos, las civilizaciones indígenas americanas no pueden tener un origen independiente porque aceptan, de acuerdo con los textos sagrados, que en el Viejo mundo está el origen de la humanidad y por lo tanto de todas las civilizaciones.

Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX se llevan a cabo las primeras investigaciones arqueológicas modernas, por parte de profesionales norteamericanos o europeos poseedores de una formación académica universitaria (etnólogos o antropólogos), con una posición teórica sobre las culturas, sobre su historia concebida como una evolución universal (salvajismo, barbarie y civilización) o como procesos regionales particulares. A diferencia de los viajeros anteriores, lo hacen con nuevos métodos y técnicas de excavación (estratigrafía), sistemas de clasificación formales y análisis técnicos de los materiales obtenidos. Para explicar el origen y los cambios culturales proponen la teoría del Difusionismo cultural, que presupone la existencia de centros creadores o culturas madres, que luego expanden sus invenciones a otras áreas, por intermedio de hipotéticas migraciones interoceánicas o continentales. Dichos científicos extranjeros son patrocinados por museos que esperan como retribución la adquisición de objetos arqueológicos y etnográficos, por compra a coleccionistas privados o por apropiación directa, para incrementar sus colecciones que tienen la pretensión de hacer un archivo imperial de la humanidad.

En las décadas iniciales del siglo XX, la fundación de los primeros museos arqueológicos y etnológicos, de centros de investigación adscritos y cátedras o planes de estudio universitarios, constituyen el espacio académico apropiado para la capacitación de las primeras generaciones de profesionales de la antropología y la arqueología, en los diferentes países latinoamericanos. Los trabajos que ellos realizan a lo largo de su vida contribuyen con la inclusión de los procesos culturales prehispánicos en la historia de cada país, lo que promueve la creación de imaginarios de una identidad cultural nacional, como una realidad latinoamericana.

Visitar las ruinas

En todo el mundo existen bienes culturales arqueológicos que cada vez atraen más a miles de visitantes. Recorrer ruinas del pasado tiene un encanto especial, además de los conocimientos históricos y de los placeres propios de los viajes. Andar caminos y escaleras de la ciudad de Machu Picchu, rodeados de altos cerros nevados, lo mismo que admirar las grandes obras megalíticas con sus esculturas en las cimas de montañas de San Agustín, son experiencias emocionales que reconfortan a los seres humanos.


Machu Picchu (fotografía de Héctor Llanos V., 2006)


Valle alto del Magdalena, llanura de Matanzas, San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1998)


Montículos funerarios de la Mesita A, Parque arqueológico de San Agustín (fotografía de Héctor Llanos V., 1995)

Existe una gran diferencia entre visitar un museo arqueológico y un conjunto arquitectónico o ruinas reconstruidas de tiempos pasados. En los museos se hace una representación, una puesta en escena de ese pasado, con el recurso de objetos y medios audiovisuales; mientras que recorrer los sitios arqueológicos es una experiencia directa con la naturaleza y la cultura; es un contacto con las costumbres de los habitantes y los fenómenos naturales locales: soles radiantes, vientos, lluvias persistentes, nieblas densas, bosques, montañas, lagunas, cascadas y ríos  con cauces profundos y caudales impetuosos como los del Urubamba y el Magdalena, que se desplazan  sinuosos entre las sierras andinas.




Machu Picchu (fotografías de Hiram Binghan, 1911-1915)

Unos indígenas quechuas residentes en las márgenes del río Urubamba le hablan a Binghan de la existencia de las ruinas de una ciudad, como la que él estaba buscando. En un sitio del profundo cañón bordeado por altas montañas, un niño indígena lo conduce, con muchas dificultades, por una peligrosa pendiente a monumentales construcciones de piedra cubiertas de selva y localizadas en la cima de la montaña llamada Machu Picchu (Cerro Viejo). Binghan se queda maravillado de lo que está viendo, como lo anota en su libro:

Apenas abandonamos la cabaña y dimos vuelta al promontorio, nos encontramos con un inesperado espectáculo: un gran trecho escalonado de terrazas hermosamente construidas con sostenes de piedra. Había quizá un ciento de ellas, cada una de cien pies de largo por diez de alto […]
[…] De pronto me encontré ante los muros de casas en ruinas construidas con el trabajo de piedra más fino que hicieran los incas. Era difícil verlas, porque estaban en parte cubiertas por árboles y musgo, crecimiento de siglos; pero en la densa sombra, escondidos entre espesuras de bambúes y lianas enredadas, aparecían aquí y allá, muros de bloques de granito blanco cuidadosamente cortados y exquisitamente encajados […]
Luego, el niño me urgió a trepar por una abrupta colina sobre la cual parecía haber una escalera de piedra. Una sorpresa seguía a otra en aplastante panorama […] De pronto, nos encontramos frente a las ruinas de dos de las más hermosas e interesantes estructuras de la antigua América. Hechas de granito blanco, las paredes presentaban bloques de tamaño ciclópeo […] La vista de aquello me dejó hechizado […][1]



Excavación del montículo Oriental, Mesita A, Parque arqueológico de San Agustín (fotografías de Konrad Th. Preuss, 1913)

La experiencia subjetiva de Preuss en San Agustín es distinta a la de Binghan; llegar a las ruinas de Machu Picchu implica desplazarse por caminos que bordean peligrosamente las vertientes del profundo cañón del  Urubamba, cubiertas de selva y con pendientes muy pronunciadas que rematan en altos cerros, a diferencia de los sitios arqueológicos de San Agustín que se hallan en un paisaje de lomeríos y pequeños valles. La magnitud de la topografía de los Andes peruanos es diferente a las sierras que bordean el valle alto del río Magdalena. Además, no es lo mismo apreciar las ruinas de una ciudad cubiertas de selva, en la cima de una montaña y bordeadas por el abismal cañón del Urubamba, que observar en medio de un bosque grandes esculturas caídas y medio enterradas. Preuss narra de la siguiente manera su llegada al caserío de San Agustín y la añoranza de su estadía:

Pueblos y aldeas se encuentran a todo lo largo de la ruta hasta llegar a las cabañas que forman el poblado de San Agustín. Aquí concluyen los caminos de herradura; por doquiera aparecen únicamente mezquinas trochas que conducen a chozas aisladas. Al través de las selvas vírgenes puede irse o bien hasta el Caquetá o por el lado de la cordillera Central hasta el Cauca. Háyase aquí uno como perdido en un callejón sin salida, y se siente en los confines del mundo. Quizá a esto se deba el olvido en que han estado las antigüedades de este sitio. En estas trochas no se ve huella humana que conduzca a una dirección prefijada. A medida que el viajero se aparta en busca del sur, solo tropieza con moradores autóctonos […]
Nos instalamos en el Alto de los Ídolos por un tiempo que bien pudiera resultar indefinido. Cayeron por tierra, a los golpes de machete algunos corpulentos gigantes de la selva, arrastrando consigo cuantos hallaron a su paso. Del 19 al 25 de febrero llovió, por desgracia, casi todos los días; difícilmente puede uno formarse idea, sin haberlo visto, de los torrentes impetuosos que se forman en estos casos en las montañas. Invadieron las aguas nuestro campamento, y una niebla constante, producida por la humedad de la atmósfera, empapó del todo la tolda impermeable. El ronco estruendo de los truenos en las noches, la penumbra de luz solar en los días opacos, que cada momento nos hacía concebir la esperanza de que el sol apareciera por algún claro de nubes, mantenían el espíritu en un estado de constante tensión y producían en nosotros efectos místicos y extraños. Mayor fue todavía nuestro asombro cuando comenzamos a sentir que la tierra bamboleaba bajo nuestros pies; hasta la misma cámara fotográfica rodó por las laderas de la montaña; piedras y árboles, como dotados de una vida extraña, rodaron por las faldas de la montaña […]
Al salir de las regiones de San Agustín llevé conmigo los imborrables contornos del paisaje, los recuerdos de aquel clima suave, de aquellos trabajadores, siempre alegres y de aquella aldea, presta siempre a secundar mis propósitos. Acordéme  entonces con cierta nostalgia de los disfraces, matachines y mojigangas de aquellos aldeanos; de las serenatas que al son del tiple, la bandola y la guitarra oía desde mi choza en aquellas altas horas de unas noches o de unos amaneceres que me trasportaban a un mundo para mí del todo nuevo, desconocido e impregnado de exquisita poesía.[2]


Paisaje  de La Palma y plaza con esculturas del pueblo de San Agustín (fotografías de Konrad Th. Preuss, 1913)

Preuss termina hablando de poesía, después de un contacto directo con la naturaleza, las ruinas megalíticas y los campesinos; Binghan se siente hechizado, desde el primer día en Machu Picchu; ambos viven experiencias con el tiempo, que no solamente pueden vivir los arqueólogos, sino también, las personas que recorren las ruinas monumentales, después de haber sido investigadas y reconstruidas. Es lo que el antropólogo Marc Augé llama el tiempo en ruinas que va más allá del tiempo histórico; los visitantes sienten que son seres que admiran lo sublime de la belleza y la naturaleza. Es una vivencia emocional, universal, del tiempo puro.[3] Esto puede ayudar a entender por qué millones de personas de muchos países viajan cada año para visitar ruinas arqueológicas, de todos los continentes, como el Partenón de Atenas, el palacio de Cnosos de Creta, las pirámides de Egipto, el templo de Angkor Wat en Cambodia, la ciudad de Teotihuacán en México o de Tikal en Guatemala, el Machu Picchu del Perú (visitado por 600.000 personas al año) o el alto de Los Ídolos en San Agustín, Colombia.

Desde remotos tiempos, las pirámides como las montañas, para las culturas aborígenes de América, son lugares sagrados o ejes cósmicos (axis mundi) que unen el cielo con la tierra en que habitamos y el inframundo o espacio donde habitan los espíritus de los muertos. La cúspide de Machu Picchu como la cima de las montañas del alto Magdalena, con sus templetes y chamanes de piedra, son lugares herméticos, sagrados, puertas del tiempo, del instante que diluye la frontera entre el tiempo histórico y el tiempo de los mitos.


Machu Picchu (fotografía de Héctor Llanos V., 2000)

Epílogo

Quiero terminar esta charla compartiendo con ustedes unas palabras que brotaron de mi mente, en uno de mis viajes, sentado en la parte más alta de Machu Picchu, en una brumosa y fría mañana de invierno:

Mirar y no ver nada es percibir la realidad de otra manera. Sentado en la cima de Machu Picchu, rodeado de la blanca niebla que todo lo cubre, escucho los sonidos de aves desconocidas y del torrente del profundo Wilcamayo que corre hacia el oriente, para dar génesis al gran río de las Amazonas. Me siento inmerso en un espacio cósmico de manera análoga a la de Zaratustra cuando se dirige a los rudos marineros después de bajar de la montaña de las islas Afortunadas y les dice: ‘a vosotros los ebrios de enigmas que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos: pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odias el deducir.’
No soy consciente de la medida del tiempo: ¿Será que ‘toda verdad, el tiempo mismo es un círculo’, como le dice el enano (espíritu de la pesadez) a Zaratustra? O como le responde éste: ‘lo que existe es la puerta llamada ‘Instante’ a la que llegan dos calles que son una eternidad: cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que haber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido alguna vez? Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también este portón que haber existido ya' (Nietzsche, 1999: 228-230).
Vivo un momento de plenitud, no siento hastío, no veo el sol ni la luna, sólo me cubre el frío de los Andes y sonrío al ver el Huayna Picchu y fragmentos de las ruinas de la ciudadela que aparecen y desaparecen mágicamente, como si se tratara de un sueño, gracias a la bruma que se desplaza. Luego desciendo de la cúspide de la montaña, del cielo y me introduzco en la niebla, en el laberinto de escaleras y caminos, viendo imágenes bellas que justifican la vida.[4]

Finalmente, como nos invita Pablo Neruda en versos de Alturas de Machu Picchu:

Sube conmigo, amor americano.
Besa conmigo las piedras secretas.


Referencias bibliográficas

Augé, Marc, El tiempo en ruinas. Editorial Gedisa, Barcelona, 2003.
Binghan, Hiram, Machu Picchu, la ciudad perdida de los Incas. Editorial Zig-Zag, Lima, 1977.
Bonavia, Duccio y Ravines, Rogger, Arqueología peruana, precursores. Casa de la cultura del Perú, Lima, 1970.
Buse, Hermann, Machu Picchu. Librería Studium S. A., Lima, 1978.
Kauffman Doig, Federico, Manual de arqueología peruana. Iberia S. A., Lima, 1978.
Llanos, Héctor “Imágenes del arqueólogo Luis Duque Gómez”. En Boletín de Arqueología, Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales, Banco de la República, volumen 16, número 2, Bogotá, 2001.
Llanos, Héctor, “Viajeros ilustrados y arqueólogos de san Agustín”. En Memorias Cátedra de Historia Ernesto Restrepo Tirado, San Agustín: materia y memoria viva hoy, Museo Nacional de Colombia e Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2014.
Nietzsche, Federico, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1999.
 Preuss, Konrad Th., Arte monumental prehistórico. Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2013.
Silva-Meinel, Gabriel, Machu Picchu 100 años de fotografía en blanco y negro. Instituto cultural peruano norteamericano, Lima, 2013.






[1] Hiram Binghan, Machu Picchu. La ciudad perdida de los incas. Editorial Zig-Zag, Santiago de Chile, ediciones Rodas, Madrid, 1977, pág. 159.
[2] Konrad Th. Preuss, Arte monumental prehistórico. Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Bogotá, 2013, pág. 59.
[3] Marc Augé, El tiempo en ruinas. Editorial Gedisa, Barcelona, 2003.
[4] Héctor Llanos V. “Imágenes del arqueólogo Luis Duque Gómez”. En Boletín de Arqueología, Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales, Banco de la República, volumen 16, número 2, Bogotá, 2001, pág. 77. 

3 comentarios:

  1. Que magnífico ensayo profesor Llanos. Nostalgia de sus clases y enseñanzas.

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  3. Se agradece al maestro Llanos por esta contribución al conocimiento público de nuestro patrimonio. Me permito una acotación al respecto de la comparación entre Machu Picchu y San Agustín, mientras para el primero el gobierno peruano reclamó y logró la repatriación de bienes expoliados por Binghan, para San Agustín no se conocen gestiones que las autoridades colombianas hayan adelantado para la repatriación de las más de 30 estatuas expoliadas por Preuss y que reposan en Berlin. La “celebración” de los 100 años del “descubrimiento científico” de San Agustín resultó ser un fiasco, no por desméritos académicos de sus organizadores, sino por la “falsedad ideológica” que implicó conmemorar un expolio con un acto que lo remedaba: el del traslado (asi fuera temporal) de estatuaria del macizo colombiano hasta una sala del Museo Nacional en Bogotá. Esto motivó a que un significativo sector de la comunidad de San Agustín se opusiera a dichos eventos y evitara un nuevo expolio simbólico, como un acto de reivindicación de derechos históricamente vulnerados. El patrimonio cultural y sobre todo el “arqueológico” es hoy ya sujeto de otro tipo de valoraciones, mucho más complejas, que aquellas que decretaba, como si fuera un hecho natural, la lógica nacionalista bajo la bendición de una academia cerrada y sujeta a los intereses hegemónicos. Los ídolos no se “silenciaron” en la fallida exposición de Bogotá, por el contrario, estaban gritando a través del reclamo de las comunidades a las que las autoridades pretendieron acallar. El patrimonio hoy es otra cosa y el pasado se representa en el presente de otras múltiples e insospechadas formas...

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