Apoteosis de Popayán, Efraín Martínez, 1939, óleo sobre tela, 900 x 600 c m., Paraninfo de
la Universidad del Cauca, Popayán, cartel publicado por la Editorial López,
fotografía de Jorge González, 2003.
Y por esta razón, Dios, que ama al
hombre hasta tal punto que quiso proveerle de todo lo necesario, le ha dado una
especie de fuerza que se llama MEMORIA. Esa MEMORIA tiene dos puertas, vista y
oído, y a cada una de estas puertas conduce un camino por el que se puede
llegar a ellas: IMAGEN y PALABRA. Imagen sirve al ojo y palabra a la oreja. Y
al alcanzar esta morada por la imagen y por la palabra, resulta que la MEMORIA
–guardiana de los tesoros que el espíritu conquista a fuerza de ingenio- vuelve
presente lo que pertenece al pasado. Y esto se logra con la imagen o con la
palabra. (Richard de Fournival, Bestiario
de Amor, siglo XIII)
Planteamiento
En
los estudios historiográficos es normal que la palabra escrita sea el
fundamento de verdad que objetiviza realidades pretéritas. Tradicionalmente se
ha aceptado que la historia se inicia con la aparición de las primeras
escrituras y sobre todo, de la escritura alfabética de la antigua Grecia, que
le ha permitido al logos llevar a cabo su actividad reflexiva o especular de la
realidad, que lo subjetiviza y separa de ella misma. En este sentido, la
capacidad intelectiva ha primado sobre las representaciones artísticas, que
desde Platón fueron consideradas como mimesis o imitación que copia, fabula o
crea la realidad a partir de los ideales de belleza.[1]
Formalmente,
las obras de arte del pasado han sido vistas como representaciones plásticas, como
una memoria visual que conserva un discurso cultural que puede ser descrito e
interpretado por el investigador. En la actualidad sabemos que el historiador puede
ir más allá de la descripción y clasificación formal iconográfica de las obras
de arte, a través de la lectura iconológica
del lenguaje simbólico contenido en ellas, desde los postulados de las investigaciones
llevadas a cabo por Aby Warburg (1866-1929) en su rica biblioteca conformada
por miles de libros e imágenes, y que a pesar de no tener una intensión
concluyente, han sido un punto de referencia obligado para destacados teóricos
e investigadores del siglo XX, entre los que sobresalen sus alumnos E. Panofski,
E. Cassirer y F. Saxl.[2]
Warburg
rebasa el positivismo y el idealismo decimonónicos; su obra tiene una dinámica
conceptual y experimental propia, que fue construyendo a lo largo de su vida,
ya sea en sus eruditos trabajos de investigación sobre artistas del
Renacimiento italiano o en sus diarios y libretas de apuntes con sugerentes contenidos
inacabados. Para Warburg las obras de arte son “fantasmagorías” culturales,
tanto emocionales (pathos) como filosóficas (logos); son fenomenologías de las
que podemos conocer sus significados mágicos e intelectuales, no con una
actitud historicista reduccionista, sino con procedimientos científicos
complejos y dialécticos, en los que confluyen el inconsciente freudiano, la
tragedia apolínea y dionisíaca nietzscheana, los postulados de Darwin sobre la
expresión corporal de las emociones en los animales y los seres humanos y las
danzas mágicas vivas en las que los indígenas se transforman, mental y
corporalmente, en seres cósmicos, como la poderosa serpiente.[3]
Warburg,
como todo gran innovador del pensamiento, dejó una obra inconclusa, el Atlas Mnemosyne (1924-1929),[4]
en el que se percibe, en su breve y denso escrito introductorio y en sus
enigmáticos paneles temáticos de imágenes de obras de arte de varios períodos
históricos, que podía asociar entre sí, de diversas maneras y escalas, por sus contenidos
simbólicos que perduran y se transforman en su devenir histórico.
En
este ensayo, me interesa retomar la propuesta de “la imagen superviviente” y
sus polarizados contenidos antropológicos, en la historia del arte Occidental. Warburg
sustenta que la época moderna emerge y se fundamenta en los siglos XV y XVI, a
partir de las “imágenes supervivientes” y el “renacimiento” de la antigüedad
clásica.[5]
Como lo escribe Nietzsche, en tiempos de Warburg, se trata del potencial
creador y “fantasmagórico del eterno retorno de lo mismo”, de la oposición
complementaria de lo dionisíaco y lo apolíneo, que originó la tragedia, en la
antigua Grecia.[6]
La
“supervivencia y renovación” de contenidos culturales antiguos en las obras de
arte se pueden interpretar investigando su dinamismo geográfico y su dimensión cosmológica
y genealógica. Como se aprecia en los herméticos paneles elaborados por
Warburg, podemos hacer un seguimiento de la historia cultural occidental por
intermedio de la lectura de la secuencia de imágenes simbólicas contenidas en
las obras de arte.
El caso de la Apoteosis
de Popayán
Una
vez terminados mis últimos trabajos de investigación,[7]
que me han llevado a experimentar la relación arqueológica existente entre la
escritura y las imágenes artísticas, en una perspectiva genealógica de la
historia, he decido hacer un ejercicio reflexivo, a manera de Epílogo de dichos
trabajos, en el que el punto de partida es la representación artística, con sus
implicaciones antropológicas e históricas. Para lograrlo, he resuelto pararme
frente a una obra pictográfica monumental (situada en la ciudad de Popayán), en
una actitud contemplativa, que me ha llevado a identificar su complejo tejido
metafórico, lo que, finalmente, me ha permitido recorrerla visualmente,
desvelando sus crípticos contenidos cosmológicos y genealógicos.
Pocas
ciudades de Colombia tienen el privilegio de poseer una obra patrimonial que
integre, de manera holística, el imaginario hispánico ancestral (colonial) de su
personalidad histórica. Entre ellas sobresale Popayán, con el monumental óleo
realizado por el artista Efraín Martínez[8],
Apoteosis de Popayán, que ilustra el
muro de fondo del Paraninfo de la Universidad del Cauca. Por encargo oficial, su
autor representó pictóricamente el poema del escritor payanés, Guillermo
Valencia (1873-1943), Canto a Popayán,
con motivo de celebrarse el IV Centenario de la Fundación de la ciudad
(1536-1936).
La
Apoteosis de Popayán fue realizada
para ser colocada en un lugar apropiado, en el Paraninfo de la Universidad del
Cauca. De acuerdo con la etimología latina y griega, Paraninfo era “el padrino
de las bodas o el que anunciaba una felicidad”; en las universidades era la
persona “que anunciaba la entrada del curso, estimulando el estudio con una
oración retórica”, significado que ha sido adscrito al espacio arquitectónico o
“salón de actos académicos”, en el que se realizan ceremonias trascendentales. Apoteosis,
de acuerdo con el Diccionario de la Real
Academia Española, significa “deificación de los héroes, entre los paganos,
u honores extraordinarios tributados a una persona”, que el maestro Valencia
cantó, en lenguaje lírico, a la grandeza histórica de la ciudad de Popayán.
A
continuación, trataré de explicitar los sustratos de mi memoria escrita y
visual para que no solamente miremos, sino, para introducirnos en la trama y
urdimbre del cuadro de Efraín Martínez, como una secuencia de imágenes, después
de haber hecho un largo recorrido como historiador y arqueólogo, interesado no
solamente en las fuentes escritas, sino, también, en los espacios, los objetos
domésticos y sagrados y las iconografías artísticas, con sus significados
herméticos. Estoy convencido de que desde el aquí y el ahora de nuestro presente,
las pinturas y las escrituras antiguas nos permiten viajar con nuestras mentes,
hacia remotos tiempos.
La
Apoteosis de Popayán es una compleja
metáfora histórica, es un gran palimpsesto, que a diferencia del pergamino
sobre el que muchos historiadores han re-escrito nuestra historia, es un gran
lienzo sobre el que el maestro Martínez escribió con sus pinceles, después de
cuatrocientos años, la cartografía, con todos sus topoi antropomorfos, naturales y alegóricos, que enaltecen el
pasado de la ciudad de Popayán; composición estructurada y premeditada, que
sintetiza magistralmente un horizonte de Mundo hispánico que arribó al valle de
Pubenza, del “Nuevo Mundo”, en la mente de conquistadores, de soldados y curas doctrineros,
al mando del Capitán Sebastián de Belalcázar.
Algo
que llama la atención, si se tiene en cuenta que la Apoteosis de Popayán fue pintada hacia los años cuarenta del siglo
XX, es su estilo “realista”, propio de la formación académica recibida en
Europa y Colombia, por el pintor Martínez.[9]
Invención anacrónica de la realidad humana, natural y urbana de Popayán narrada
con una secuencia de imágenes pictóricas, como si se tratara de un relato
literario. El pintor Martínez recrea o representa la realidad histórica con tropos
retóricos, con metáforas, metonimias y sinécdoques, sin ironías, que hacen
alusión al Parnaso griego y a personajes históricos (con nombre propio), que como
prototipos representan el poder político, económico, social, militar,
eclesiástico, artístico e intelectual, institucionalizado, en el transcurrir
histórico de la ciudad.
El
modelo narrativo de la Apoteosis de Popayán
es genealógico, en el sentido de los linajes familiares; su composición formal
es una puesta en escena teatral unidireccional que imita las procesiones
rituales de las familias patricias romanas. Es una composición monumental que
se hizo para alterar el pathos del observador, para intimidarlo y casi
introducirlo, en el drama de la historia apologética, allí representado.
El
medio ambiente del desfile histórico es la emblemática plaza principal de
Popayán, que desde su trazado fundacional ha sido el núcleo o locus del pathos del poder político.
Esto nos recuerda que en dicha plaza se han escenificado grandes actos de
justicia, autos sacramentales y entremeses, corridas de toros y desfiles de
caballeros en las festividades religiosas y políticas, en tiempos coloniales y
republicanos. Además, de unas casas seculares, lo que más sobresale son las
fábricas de las iglesias (la catedral con su torre del Reloj, la Encarnación,
la Ermita y Belén), como presencia dominante del espíritu católico de la
ciudad. Sus calles están vacías, no hay personas, porque se sobreentiende que
sus habitantes están observando (como nosotros), los personajes del desfile
alegórico, localizados en un primer plano.
La
mimesis de la naturaleza regional crea una atmósfera ideal, un paisaje de
montañas y un cielo tempestuoso que circunscriben las calles y edificios de la
ciudad, a la manera de un telón de boca escenográfico. La fuerza de la
naturaleza está expresada en la alegoría de la Tempestad, figura femenina
desnuda que descarga sobre la ciudad su poderosa esfera radiante de energía. Si
observamos con detalle, toda la puesta en escena está delimitada, hacia el lado
izquierdo y el derecho, por dos corpulentos árboles (robles), recurso metafórico
que enmarca la narrativa histórica del cuadro.
Primero: Imágenes del origen mitopoético
El
árbol del lado izquierdo de la pintura sirve de espaldar del trono o altar en
el que se encuentra, en el nivel más alto, de pie, el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de Cervantes, y luego, tres
figuras alegóricas femeninas sentadas, con vestidos de colores suaves y
brillantes, que representan la ciudad de Popayán (en el centro), la Primavera, símbolo
de la eterna renovación de la vida, que esparce sus flores, y la Musa Erato, la
Poesía que canta la Apoteosis de Popayán.
El hidalgo de la Mancha, con su armadura, lanza y escudo de caballero, en
posición hierática y oscura, es el espíritu hispánico ancestral, es la locura y
la aventura, que yace en el tronco del árbol genealógico de la ciudad.
La
figura de Popayán coge un cetro con su mano izquierda, como si fuera una diosa
del Olimpo, de la antigüedad clásica. Erato, nos hace recordar que las nueve
Musas fueron engendradas por Zeus, el principal dios y Mnemosyne (la Memoria),
como compañeras de Apolo, el dios de la sabiduría y las artes, que habitan en
el monte Parnaso. Las Musas eran las encargadas de cantar, celebrar, alabar y
no olvidar las creaciones de los dioses olímpicos, los héroes y el devenir de
los seres humanos; entre ellas se encuentra, precisamente, Kleió (la Historia).
Bajo las ramas del otro árbol (lado derecho), se halla protegido un conjunto de
personajes históricos prototípicos, políticos e intelectuales, que ocuparon
importantes cargos de gobierno o se destacaron como artistas, desde finales del
siglo XVIII, hasta las primeras décadas del siglo XX.
Los árboles de la Apoteosis de Popayán podemos hacerlos equivalentes al Árbol genealógico de nuestras identidades
culturales que tiene un ancestro mitopoético, que se remonta
a los tiempos sagrados del Génesis,
cuando Dios creó el Universo, la Naturaleza y al primer hombre y a la primera
mujer, padres del género humano. En el Paraíso terrenal o Edén, donde vivían
Adán y Eva, en estado de inocencia, Dios plantó dos árboles, el de la Sabiduría o Ciencia del Bien y el Mal y el de la Vida. El primero es el axis
mundi del drama de los seres humanos, según la tradición judeo-cristiana.
Dios prohibió a Adán y Eva comer de sus frutos, pero debido a la tentación
demoníaca, desobedecieron el mandato y cometieron el primer pecado, al
pretender adquirir la sabiduría divina. Este pecado original fue el comienzo de
la historia de la humanidad, concebida como una historia de Culpa y Redención,
en tanto Adán y Eva actuaron bajo su libre albedrío, lo que motivó el castigo divino
de la mortalidad y el sufrimiento en un “valle
de lágrimas”, de la especie humana.
De
los hijos de los primeros padres, Caín dio origen al linaje de las “razas
malditas” por haber asesinado a su hermano Abel (primer homicidio), y Set fue
el progenitor del linaje bueno al cual perteneció el patriarca Noé. Bien
sabemos, que después del castigo del Diluvio Universal, entre los únicos seres
sobrevivientes estaban los tres hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet), o simientes
que dieron origen a todos los pueblos, configurándose el primer sistema
clasificatorio-discriminatorio, religioso y político, de la humanidad. De Sem nacieron
pueblos de Asia, de Jafet, de Europa y Asia y de Cam (el hermano menor), las
poblaciones de África y la península Arábiga. Estos últimos (entre los que se
encuentran los “etíopes” o “negros” y los árabes) fueron discriminados como
inferiores y destinados a servidumbre de los demás pueblos, porque su progenitor
Cam, fue objeto de la maldición de su padre, por haberse burlado de él, cuando
estaba desnudo y en estado de embriaguez, por haber ingerido demasiado vino.
Segundo: Imágenes de los “indios” o habitantes del “Nuevo
Mundo”
En
el lado derecho de las tres alegorías femeninas hallamos sentados un hombre y
dos mujeres, que miran con asombro la procesión o ritual sacralizado. Por su
desnudez y por llevar coronas de plumas comprendemos que son los habitantes del
“Nuevo Mundo”, que fueron llamados “indios”, por Cristóbal Colón, en el año
1492. Esta falacia antroponímica perdurará como gentilicio homogeneizador
durante quinientos años, hasta el presente. Inicialmente, Edmundo O’Gorman en
su libro La invención de América[10],
y luego, el historiador Guido Barona en su desvelador ensayo Legitimidad y sujeción: Los paradigmas de la
“invención” de América[11],
han demostrado que tanto el ignoto continente, como sus nativos, fueron una
invención que responde a la ontoteologìa medieval de la tradición Occidental,
que se remonta a sus orígenes mitopoéticos.
Los
“indios” del “Nuevo Mundo” también fueron reconocidos con los gentilicios
discriminatorios de “bárbaros” y “salvajes”. El primero, fue definido por los
antiguos griegos, quienes consideraron “bárbaros” a las personas o pueblos que
no hablaban o pensaban como ellos; o sea, aquellos que no pensaban
racionalmente, que no hablaban griego y que no vivían reducidos a la vida
reglamentada de la polis; y que posteriormente, con el advenimiento del poderío
de Roma, se hizo equivalente al latín y a la vida romana; algo que también fue
retomado y transformado por el cristianismo: “bárbaro” era el “idólatra” que
adoraba “falsos dioses” y se comunicaba con lenguas diferentes al latín. Para
Grecia, los “salvajes” eran seres naturales o fantásticos en los que se
mezclaba lo animal o natural con lo humano o cultural, y vivían en los bosques,
montañas e islas; seres fantásticos que podían ser malignos o benignos a la
condición humana.[12]
San
Onofre ermitaño,
anónimo, (siglo XVII?), óleo sobre lámina de cobre, 25 x 35,5 cm., colección particular.
En la tradición judaica, los “salvajes”
eran aquellas personas que voluntariamente abandonaban el mundo y se retiraban
al “desierto”, considerado como el espacio geográfico vacío de “civilización”,
en donde la persona que lo habitaba, había renunciado a las riquezas mundanas y
no sólo se exponía a las dificultades de la subsistencia, sino, además, a los
peligros de las fieras y a las tentaciones demoníacas. Las renuncias y
sacrificios, que lo hacían parecerse a los animales, lo llevarían a encontrarse
con Dios. De aquí nació el “salvaje” cristiano, el eremita o anacoreta. [13]
Los “salvajes” ingresaron a los Bestiarios medievales como metáforas de
los seres sagrados, los vicios y las virtudes del cristianismo, enseñados no
solamente a escala popular, sino también a los letrados. Estos pensamientos
simbólicos y creencias mágicas fueron el fundamento de la “Invención del Nuevo
Mundo” y de sus habitantes, llamados, por eso, “indios salvajes” o “bárbaros”,
y también de su naturaleza “salvaje”, considerada como un espacio vacío, como un
“desierto de civilización”.[14]
El maestro Efraín Martínez, en su encuadre
pictográfico, no representó a los “indios” de América, como los “salvajes” de
la antigüedad, sino como los “buenos
salvajes” de la modernidad, reconocidos en su desnudez como seres naturales “inocentes”, que fueron “civilizados”
por los europeos cristianos. La emblemática América, la mujer fuerte y desnuda,
que porta arco, flechas, lanza y una cabeza humana (símbolo del “canibalismo”),
ha sido transfigurada en una “mujer
pudorosa” que se ha visto abocada a ser integrada al horizonte de
Dios-Mundo, de la “civilización” judeo-cristiana.
America,
Antuérpia,
Phillipe Galle (sculpt.) y Marcus Gheeraerts (del.), 1590-1600, 20,6 x 14,3 cm.
Metropolitan Museun of Art, New York, USA., tomado del libro Imaginario do Novo
Mundo, de Ana Maria de Moraes Belluzo, vol. I, Fundación Odebrech del
Brasil, Metalivros, 1994
En el lado
derecho de la Apoteosis de Popayán
localizamos a Pubenza, la “dócil y casta india” (de acuerdo con las flores
blancas que lleva y su actitud “pudorosa”), protegida por el brazo del poeta Julio Arboleda (criollo de linaje
señorial y colonial español), como una alegoría de América republicana, según su
poema Gonzalo de Oyón.[15]
Invención literaria épica que transforma los hechos históricos de la conquista
en un drama de caballeros, como Gonzalo de Oyón, que defienden heroicamente la
nobleza, en el campo de batalla, la lealtad a la Corona, en contra de los
sublevados soldados españoles, al mando de su hermano Álvaro, que sólo ambicionan
riquezas y el poder absoluto.
En el argumento de esta creación lírica,
los “indios” son occidentalizados como actores de una lucha por el poder,
concebida como un drama romántico y pasional. Pubenza es convertida en la “india”
enamorada del hidalgo Gonzalo de Oyón, pero, se ve obligada a ser la esposa de Fernando,
uno de los hijos del Capitán Sebastián de Belalcázar; sacrificio heroico que
acepta para salvar la vida de su padre el cacique Pubén o Popayán, que ha sido
condenado a muerte por el despiadado Fernando. Gonzalo de Oyón es una ficción dramática moderna en la que afloran
los ideales morales de un poeta “criollo”, como Arboleda, que terminan
justificando la conquista y colonización de los territorios americanos y el
sometimiento de las culturas aborígenes.
No era la primera vez que se representaba
artísticamente a la América republicana, como “un buen salvaje”; esto ya lo
había hecho el pintor santafereño Pedro José Figueroa en el cuadro titulado Simón Bolívar, Libertador i Padre de la
Patria (1819).[16]
Figueroa pintó a la “América libertada”, como una “india” con atributos de una
pequeña diosa clásica, sentada en un trono con elegante vestido, joyas, además
del carcaj de flechas, el arco y la corona de plumas. Mientras, para Martínez,
la “india” Pubenza parece representar la Musa Erato (la Poesía), que es guiada
y protegida patriarcalmente por el poeta y amo Julio Arboleda, para Figueroa,
representa la “Patria” que es protegida por su “Padre y Libertador” Simón
Bolívar.
Simón
Bolívar. Libertador i Padre de la Patria, 1819, Pedro José Figueroa, óleo sobre tela, 125 x 95 cm., Casa Museo Quinta de Bolívar, Bogotá.
Catálogo exposición Bolívar y Colombia,
Bicentenario Natalicio del Libertador, Ministerio de Relaciones
Exteriores-Instituto Colombiano de Cultura (fotografías Danilo Vitalini y
Mauricio Antorveza), diseño y montaje de Camilo Lleras y Jaime Ardila, Bogotá
(s. f.).
Tercero: Imágenes de los símbolos sagrados de los conquistadores
En
el lado izquierdo del cuadro del maestro Martínez, de medio perfil y montado sobre
un caballo, vemos el monumental conquistador y fundador de la “muy noble y leal” ciudad de Popayán,
el Capitán Sebastián de Belalcázar, que nos recuerda la ecuestre escultura del
mismo personaje, fundida en bronce por el artista español Victorio Macho y
erigida sobre la cima aplanada del morro de Tulcán (1940), (que hace parte del
paisaje representado en el cuadro), también con motivo de la celebración del IV
Centenario de la Fundación de la ciudad.[17]
El arqueólogo Julio Cesar Cubillos investigó este morro y encontró que antes de
erigirse sobre la cima dicha escultura, estaba coronado por dos montículos de
tierra hechos por los “indígenas” prehispánicos, como remate de una estructura
piramidal, recubierta parcialmente con hileras escalonadas de bloques de adobe
y con fines rituales funerarios.[18]
Las
montañas, desde tiempos inmemoriales, han sido concebidas como espacios
sagrados que comunican el Inframundo con el Cielo; en ellas residen fuerzas
telúricas creadoras o son el espacio funerario donde habitan espíritus
poderosos. Los cerros, como otros lugares naturales (lagunas y cavernas) han
sido los topoi de cartografías cósmicas. En antiguas
civilizaciones, las montañas fueron transformadas en pirámides para guardar la
tumba de un rey o señor principal, o para ser el basamento de un templo donde
habita la divinidad, o como lugar de sacrificios a las deidades de las que
depende la vida y la muerte. En el mundo andino han sido llamadas huacas o
lugares naturales o artificiales sacralizados, que con la llegada de los
conquistadores españoles fueron profanadas y arrasadas, para levantar sobre sus
ruinas los templos o símbolos del cristianismo. En Bolivia, el cerro de Potosí,
era el cerro de la Mama Pacha que fue transfigurado en el cerro de la Virgen,
protectora, no solamente de los pobladores de la ciudad, sino también del
poderoso metal, que fue extraído de sus entrañas, durante siglos, con la mano
de obra indígena sometida a servidumbre; de ahí la re-significación del cerro,
que pasó a ser el símbolo de mayor riqueza cuando en el imperio se afirmaba que
algo “valía un Potosí”.
En
el cuadro Apoteosis de Popayán, sobre
uno de las lomas del paisaje, se levanta
la capilla de Belén que contiene el ciclo cosmológico del catolicismo, al ser
un lugar de culto del nacimiento de Jesucristo, y al mismo tiempo, el santuario
del Santo Ecce Homo o Amo de la
ciudad, que según sus devotos creyentes, la protege de las principales
calamidades, como lo testimonia la cruz doctrinera de piedra localizada en su
atrio, en cuyas cuatro caras del pedestal se tallaron las siguientes escrituras,
que rezan:
En la del norte:
Una Ave Ma. [María] a la M. [Madre] de Miseri.a
[Misericordia].
[Misericordia].
Pa. [Para] Q. [Que] no sea total la
ruina de Popayán.
En la del sur:
Un P. [Padre] N. [Nuestro] a Sn. Joseph P. [Para] Q. [Que] que nos consiga una buena muerte.
Un P. [Padre] N. [Nuestro] a Sn. Joseph P. [Para] Q. [Que] que nos consiga una buena muerte.
En la del occidente:
Un P.
[Padre] N. [Nuestro] a Jesús para
que nos libre del Comején. Año de 1789.
En la del oriente:
Una Ave María a Santa Bárbara P. [Para] Q. [Que] nos defienda de rayos – Me fecit Michael Aquiloniam.[19]
Una Ave María a Santa Bárbara P. [Para] Q. [Que] nos defienda de rayos – Me fecit Michael Aquiloniam.[19]
La
loma de Belén tiene un via crucis o
vía de la crucifixión que recuerda el sufrimiento del hijo de Dios, antes de
ser crucificado en la cima del monte del Calvario. Es apropiado recordar, que
según una antigua leyenda hebraica de los tiempos de Cristo (Evangelio de
Nicodemo), en el monte del Calvario fue enterrado nuestro primer padre Adán,
como lo testimonian el cráneo y los fémures cruzados que se colocan debajo de
los pies de Jesucristo. De tres semillas del árbol del Bien y el Mal, del jardín del Edén (primer axis mundi), que permitieron a Adán
morir en paz, después de una larga vida, brotaron tres árboles, que Moisés
trasladó al monte Tabor (otro axis mundi)
y que posteriormente, luego de mil años, el rey David trasplantó a la ciudad
santa de Jerusalén (otro axis mundi);
estos tres árboles se fundieron en uno solo y de su tronco se construyó la cruz
en la que murió Jesús, y su sangre derramada cayó sobre la tierra, sobre el
cráneo de Adán, bautizándolo o redimiéndolo de sus pecados y por lo tanto del
pecado original de la humanidad. De esta manera se cierra el ciclo cósmico
iniciado en el Génesis con la
Redención de Jesucristo: el árbol del
Bien y el Mal se fusionó en el árbol
de la Vida, de la cruz de la Redención de Jesucristo, acto que dio origen a
la historia de Salvación.[20]
Podemos
decir que la tradición Occidental germina en los relatos de las sagradas
escrituras, del Antiguo Testamento y
en las danzas y relatos mitopoéticos de los tiempos heroicos, anteriores a la
escritura épica de la Ilíada y la Odisea, de Homero; en ellos, las montañas
y los árboles sagrados son axis mundi
cósmicos: el árbol de la Ciencia del Bien
y el Mal fusionado al árbol de la Vida o de la Redención; el monte Tabor integrado al monte
del Calvario; las montañas del Olimpo, donde habitan los dioses, y del Parnaso,
donde reside Apolo con las Musas. Espacios sagrados que estuvieron asociados a centros
del Mundo urbanos, a la gloriosa Atenas de Aquiles, a la Roma imperial fundada
por Rómulo y Remo, que en el siglo IV, el emperador Constantino transformó en
la ciudad eterna, al ordenar
construir una basílica en el lugar donde estaba enterrado el apóstol Pedro,
fundador de la cátedra y la gloria del
Papado. Como bien lo comprendieron los maestros Valencia y Martínez, la
fundación de Popayán fue un ritual simbólico de apropiación territorial a
nombre del Rey y el Papa, que significó la implantación en tierras del “Nuevo
Mundo”, del árbol de la Sabiduría
fusionado al de la Vida y del Calvario, en los cerros de la ciudad,
que desde tiempos anteriores ya habían sido sacralizados por los pubenenses.
En
la pintura del maestro Martínez también identificamos otro cerro que prefigura
la Redención de Jesucristo, llamado las Tres Cruces (una de las cimas del cerro
de la Eme), porque sobre él, desde los tiempos de la Conquista se colocó el
símbolo de la cruz, cumpliendo con las ordenanzas reales, para todas las
ciudades, recién fundadas. El arqueólogo Henri Lehmann, en la década de los
años cuarenta, del siglo pasado, antes de los trabajos de Cubillos en el morro de
Tulcán, también comprobó que en el emplazamiento de la ciudad y en cerros
aledaños, los aborígenes enterraron sus muertos, acompañados de sus objetos
rituales, de acuerdo con sus pensamientos mágicos.[21]
Hoy
en día, el bello morro de Tulcán, del cual se divisa el trazado colonial de la
ciudad y el valle de Pubenza, es un monumento apologético de los hechos de los conquistadores,
en los que los soldados y curas doctrineros, con la espada y la cruz y al mando
del Capitán Sebastián de Belalcázar (lugarteniente de Gonzalo Pizarro, conquistador
del Perú), terminaron dominando los territorios caucanos, al someter a los
pueblos de “indios” al mando de los caciques
Popayán y Calambás.[22]
Cuarto: Imágenes
originarias del árbol genealógico de las
castas o razas americanas
En la parte central del desfile de la Apoteosis de Popayán observamos un grupo
de seis personajes: un misionero o cura doctrinero con un crucero; un colono
español, en actitud triunfal, con el torso descubierto, que coge un hacha con
su mano derecha y posa una de sus piernas sobre el tronco de un árbol que ha
talado; un “negro” esclavizado con una batea para barequear el oro; un “indio” semidesnudo, que se inclina para
levantar un fardo, y una pareja de aristocráticos criollos, vestidos a la
usanza española. Todos ellos, en conjunto, representan el árbol de las castas o razas del “Viejo Mundo” que fue trasplantado al
“Nuevo Mundo” por los primeros conquistadores y colonizadores de las tierras de
Popayán.
Antes
tuvimos la ocasión de anotar que el origen sagrado del árbol genealógico de la humanidad está vinculado a los hijos de Noé
(Sem, Cam y Jafet), de quienes descienden todos los pobladores del Mundo. De
acuerdo con los libros del Antiguo
Testamento, entre los descendientes de Sem se encuentran los hijos de
Heber, llamados hebreos o las doce tribus de Israel, que se emparentaron con
los linajes de los patriarcas Abraham, Isaac, Jacob y José, genealogía en la
que se inscriben el Rey David y sus descendientes, José y María, padres de
Jesucristo.
Con
el descubrimiento del nuevo continente, sus pobladores, al ser considerados
hijos de Dios, como todos los seres humanos, quedaron inscritos en la
descendencia originada por Adán y Eva, en los pueblos nacidos de los hijos de
Noé y por lo tanto, en la historia de Salvación o Redención del género humano.
El fraile dominico Bartolomé de las Casas, en su obra Apologética Historia Sumaria, fundamentada en autores de la
antigüedad clásica, en los Padres de la Iglesia y otros pensadores medievales
cristianos, inscribe los “indios” y la Naturaleza de América en la cosmovisión
tholemaica, según la cual, la Tierra es el centro del Universo y el Mundo
terrenal es una imagen especular del Mundo celestial.[23]
Fray
Bartolomé de las Casas piensa que hay unas causas naturales universales que
explican los comportamientos intelectuales y morales, de todos los pueblos. La
causalidad principal se debe al influjo de los cielos (Astrología) y del clima,
de acuerdo con su localización geográfica. El clima determina los rasgos
físicos, los comportamientos sensoriales, la forma y funcionamiento de los
órganos internos y los afectos que causa el entendimiento y los estados emocionales.
El clima también establece la flora y la fauna y por lo tanto, la alimentación
de los seres humanos. De los vientos, montañas, lagos, ciénagas y ríos depende
que el clima sea benigno o malsano (propicio para las enfermedades), según la clásica
medicina de los humores corporales. Este determinismo geográfico es el
fundamento del sistema social clasificatorio-discriminatorio de las castas o razas establecido por las
autoridades políticas, jurídicas y eclesiásticas, en América, durante el
período de coloniaje hispánico.[24]
En
el Orbe, de todos los climas, el más favorable para el desarrollo físico,
intelectual y moral corresponde a las latitudes medias, en las que se localizan
España, Italia y Grecia, territorios en los que se desarrolló la tradición Occidental.
Las personas nacidas en dichas latitudes son “creadoras, libres y aptas para
gobernar otros pueblos”, lo que justifica la apropiación del “Nuevo Mundo” y de
sus “indianas gentes”. [25]
Fray
Bartolomé de las Casas considera que las tierras americanas poseen diversidad
climática, favorable al desarrollo humano, lo que determina que sus “indianas
gentes sean intelectivas, ingeniosas, racionales y de buena capacidad”. A pesar
de estas apreciaciones, que le valieron el título de “defensor de los indios”,
las Casas los clasifica como “bárbaros”, semejantes a otros pueblos “infieles e
idólatras” de la antigüedad clásica; por eso, lo que se requería era
adoctrinarlos con las enseñanzas de las verdades cristianas.[26]
A
diferencia de los “bárbaros indios” sometidos a una condición de vasallos de
servidumbre, los “negros” de origen africano (llamados “etíopes”), de acuerdo
con la Divina Providencia, fueron discriminados como “seres humanos inferiores,
semejantes a las bestias”. La causa de esta segregación, como ya se anotó
antes, es de origen sagrado, es debida a la maldición heredada por los descendientes
de Cam, el hijo de Noé. Así lo dice el jesuita Alonso de Sandoval, en su obra De Instaurata Aethiopum Salute, escrita
a comienzos del siglo XVII, con base en su experiencia como misionero en el
puerto esclavista de Cartagena y en sus conocimientos de la filosofía Escolástica.
En Etiopía (nor-este de África) también existieron animales monstruosos y
bestias con figura humana, que recuerdan los seres de los Bestiarios medievales, y que fueron trasladados al “Nuevo Mundo”,
en la mente de los conquistadores, como propios de su Naturaleza. Desde
entonces, los mares, las lagunas, las montañas y las selvas americanas fueron
el hábitat de “basiliscos, unicornios, dragones, blemnios” (que no tienen
cabeza, aunque tienen ojos y boca en el pecho), “sciópedes” (que tienen un solo
pie gigante que les permite protegerse de los rayos del sol), “ithióphagos”
(que vuelan como peces en la mar), “himonpodes” (que apenas pueden caminar
porque se les doblan las espinillas) y de otros, que no tienen narices o poseen
el labio inferior de su boca u orejas gigantes.[27]
El
gran jurista y recopilador de las Leyes de Indias, Juan de Solórzano Pereira
(1575-1655), nos presenta el sistema social de las “castas” o “razas” establecido en América. Hablar de “castas”
significaba hablar de “la generación de linajes de padres conocidos”, como una
realidad natural contenida en la sangre de los progenitores y heredada por sus
descendientes; existían “castas” con “pureza
de sangre” y otras con “sangre mezclada o impura”. El concepto “raza” se utilizó como equivalente al de “casta o
calidad de origen o linaje” y sirvió para establecer la calidad de las
personas, los animales y las cosas (“de buena o mala raza”). En el caso de las
personas se usó con un sentido negativo, como lo opuesto al de la hidalguía o
nobleza, y también sirvió para identificar a los no cristianos: “raza de judíos, moros, herejes y
villanos”. Las “castas” o “razas” americanas, además de la española, fueron los
“criollos, indios, negros y mestizos”.[28]
No
sobra aclarar que las “castas” o linajes de “sangre pura” eran los españoles y
los “criollos” (españoles nacidos en América). Aunque, como lo anota Solórzano,
“no se puede dudar de que los criollos sean españoles”, en las provincias de
ultramar se los diferenció por parte de los peninsulares. No se trató de una
discriminación por “limpieza de sangre”, sino, de una diferenciación de rango
en la jerarquía social y política. Los españoles peninsulares establecieron una
superioridad metropolitana, una subordinación política a la Corona de los “criollos”
(dependencia política), al restringir su ingreso a los cargos de gobierno más
altos, para poder controlarlos, al encontrarse a grandes distancias de España.[29]
De
acuerdo con lo estipulado en las Capitulaciones,
los primeros capitanes que acompañaron a Sebastián de Belalcázar en la
conquista del alto Cauca o Provincia de Popayán, recibieron mercedes reales:
estancias y haciendas, derechos en la explotación de minas de oro y plata, cargos
como el de Gobernador, Alcalde y Alférez Real, títulos como el de Adelantado y
el usufructo de la mano de obra “indígena”, como encomenderos, además de otros
beneficios como solares urbanos, para construir sus casas solariegas. Para
mantener estos privilegios, los hijos de dichos capitanes y sus descendientes
establecieron un sistema de parentesco cerrado (endogámico), por intermedio de
alianzas matrimoniales circunscritas a sus familias, y en varias ocasiones
aceptando “criollos” de otras provincias y peninsulares que se fueron radicando
en la Gobernación de Popayán. Así, crearon su propio árbol genealógico americano que los diferenció de las demás “castas”,
de las que obtuvieron beneficios económicos, ya sea como “indios” tributarios o
mitayos, “negros” esclavizados para el trabajo de las haciendas y las minas,
principalmente, y “mestizos” dedicados a diversos oficios. La ley del Mayorazgo,
también favoreció la conservación de los privilegios señoriales de las familias
“criollas”, descendientes de los capitanes conquistadores.[30]
En
el “Nuevo Mundo”, además de las “castas” de los “criollos, indios y negros”, se
engendró la de los “mestizos”, o hijos nacidos de la unión cruzada de las
anteriores. Por tener un padre o una madre de sangre española fueron reconocidos
como vasallos de la Corona y gozaron de ciertas libertades, en sus oficios,
aunque también fueron restringidos en otros. Los “mestizos” tuvieron una
posición social privilegiada con respecto a los “indios y negros”. El “mestizaje”
entre español e “indio” fue bien visto por las autoridades, porque se consideró
que era una manera de disminuir el carácter “salvaje de los indios”. La unión
de español y el “indio” con el “negro” produjo el “mestizaje” identificado con
los ofensivos apelativos de “mulatos” (proveniente de mula) y “zambos” (de pies torcidos), respectivamente. La discriminación “racial”
o de “castas” llegó al extremo de calcular la cantidad de “sangre blanca” en el
“mestizo”, creando diversas
categorías clasificatorias: “tercerones, cuarterones, quinterones, coyote, cambujo,
grifo” y otros. La valoración cromática de la discriminación “racial” llevó a
promover las uniones con los portadores de “sangre española”, para que en
varias generaciones, el descendiente “mestizo se blanqueara” (“mejorar la raza”).[31]
Quinto: Imágenes
religiosas doctrinales
La
iglesia católica está representada en la Apoteosis
de Popayán por el cura doctrinero que porta la cruz (Francisco de Figueroa)
y el grupo de cuatro prebendados, con sus trajes purpúreos, propios de la
jerarquía eclesiástica: los obispos Juan Nieto Polo Hurtado, Pedro Antonio
Torres, Ignacio León Velasco y el Arzobispo Manuel Antonio Arboleda, que
desempeñaron sus cargos en tiempos coloniales y republicanos, respectivamente.
Tanto el jesuita misionero, como las cuatro dignidades eclesiásticas,
pertenecen a linajes del árbol
genealógico criollo sembrado por los capitanes de la Conquista.
A
los linajes “criollos” de Popayán no solamente les otorgaron privilegios
civiles, sino, también, eclesiásticos, como los cargos de Obispo, Arzobispo,
Deán, Canónigo y otros. Estos privilegios dependieron de la autoridad Papal y
del Rey, de acuerdo con el Real Patronato
establecido entre la Corona de España y la Santa Sede, con motivo del
descubrimiento de América, por el Almirante Cristóbal Colón. Las bulas Inter Caetera (1493), del Papa Alejandro
VI establecieron la línea meridional divisoria entre el dominio del Reino de
Portugal sobre las islas y costas africanas, localizadas hacia Oriente y las
nuevas “islas descubiertas y que pueda descubrir” la Corona de España, hacia el
Occidente.[32]
El
reconocimiento de esta moderna repartición imperial del Mundo, que donó a
España las islas de la “mar Océana” occidentales y por tanto, de gran parte del
“Nuevo Mundo”, conllevó el establecimiento del Real Patronato (bula de Julio II, 1508), según el cual los Reyes
Católicos de España y el Rey de Portugal quedaban con el derecho de intervenir
en el nombramiento de autoridades eclesiásticas, de administrar los diezmos,
organizar comunidades religiosas, disponer de ellas, y en general, de
participar en los asuntos administrativos de la institución eclesiástica; al
mismo tiempo que el Estado garantizaba su administración y funcionamiento.
Con
el Real Patronato, la iglesia romana,
representada en el clero secular y las órdenes religiosas, obtuvo, ante las
autoridades monárquicas, el poder y la obligación de adoctrinar a todos los habitantes
del “Nuevo Mundo”. La iglesia de Roma estipuló que dicho adoctrinamiento se
debía adelantar de acuerdo con la tradición, las enseñanzas de los Padres de la
Iglesia y desde la Escolástica.[33]
El
Real Patronato se vio fortalecido, hacia mediados del siglo XVI, con el mandato
del Concilio de Trento, con el que, además de fortalecerse la autoridad
doctrinal de la iglesia de Roma, frente a las disidencias y divisiones
políticas creadas por la Reforma Protestante, iniciada por Martín Lutero y
Calvino, también, de manera especial, se enriquecieron los medios de
adoctrinamiento, con el recurso de las imágenes sagradas (artes del Barroco),
que alteran el pathos de los catecúmenos.[34]
La
doctrina de la Contrarreforma fue impulsada de manera peculiar, por la nueva
Compañía de Jesús, fundada por el español Ignacio de Loyola (1491-1556). En
todos los territorios misionales de los jesuitas y de manera particular en América,
se hizo presente el recurso de la Prédica
de las Pasiones de los Ejercicios
Espirituales, en las que las “Potencialidades del Alma” (Entendimiento,
Voluntad y Memoria) son intensificadas con el nuevo lenguaje del aislamiento
físico, para que el ejercitante interiorice o “sienta con su mente los dolores
causados a Jesucristo, por sus vicios y pecados”, y de esta manera, pueda
también “sentir los dolores del Infierno” o por el contrario, “experimentar el
éxtasis de la gloria celestial”.[35]
La
sede eclesiástica de la ciudad de Popayán se encargó de adoctrinar gran parte
del territorio de la actual Colombia, no solamente en lo referente al mundo andino,
sino también del inmenso territorio selvático de la Amazonia. Los sacerdotes
franciscanos y jesuitas, desde los Colegios de Misiones de las ciudades de
Popayán y Quito, se encargaron de llevar a cabo las misiones amazónicas, como
lo recuerda el misionero jesuita José de Figueroa, miembro de una de las
principales y más poderosas familias “criollas” de Popayán. El padre Figueroa
posee el valor simbólico de haber sido “martirizado” por los “indios” (1666),
en un ritual de muerte, en el que se enfrentaron sacerdote y chamán, a nombre
de los espíritus ancestrales de los aborígenes y de los seres sagrados
cristianos. Su presencia en el cuadro, significa el sacrificio de la iglesia en
su labor de borrar los pensamientos mitopoéticos aborígenes, con el recurso
violento de la “extirpación de idolatrías” y con la abnegación y lucha de los
misioneros, que estaban convencidos de “salvar las almas de los infieles e
idólatras”, aunque esto implicara ofrendar sus vidas, lo que les confería el
máximo logro de su existencia, alcanzar la “palma del martirio”, que los podía
llevar al altar de los santos. José de Figueroa, en actitud modesta, a
diferencia del altivo y fuerte colono, y a semejanza de las madres que ofrecen
sus hijos a Popayán, sacrificó su propia vida, en nombre de la imposición de
las verdades doctrinales cristianas, en América. [36]
Aunque
es difícil de medir y comprender los complejos alcances de la actividad
religiosa de los curas doctrineros y los misioneros, durante los siglos
coloniales, lo que sí se puede apreciar es que dicha labor trajo como
consecuencia la desaparición de pensamientos mitopoéticos de origen americano y
la imbricación de creencias doctrinales medievales y dogmas con pensamientos
chamánicos, que en tiempos modernos llamamos “religiosidades populares”, como una
de las herencias culturales coloniales, que perduran en la mayoría de las
poblaciones de los territorios llamados hispanoamericanos o latinoamericanos:
Dogmas y supercherías, pasión y rituales de muerte, son difíciles de separar en
sus maneras de pensar, actuar y sentir cotidianas.[37]
Seis: Imágenes del árbol genealógico de la Ilustración
A
los pies del altar, en que se encuentra entronizada la alegoría de Popayán, hay
dos figuras masculinas, en posición de ofrenda: arrodillados y con sus rostros
inclinados, como gesto de sacrificio. El del lado izquierdo (Camilo Torres),
tiene el torso desnudo, las manos atadas sobre la espalda y cubre el resto de
su cuerpo con una túnica roja, que se despliega sobre el piso, como si fuera
sangre derramada; a su derecha está otro hombre, con traje convencional, de
color ocre, que agarra un libro con su mano izquierda (Francisco José de
Caldas).
Torres
y Caldas son dos “criollos” que
enaltecen la ciudad de Popayán por haber sido destacados miembros del sector social
ilustrado, en el Virreinato de la Nueva Granada, entre la segunda mitad del
siglo XVIII y comienzos del XIX. Ambos estuvieron de acuerdo con la causa de la
independencia y se comprometieron con ella, lo que les trajo el desenlace
trágico de ser fusilados en el patíbulo (1816), por órdenes del general Pablo
Morillo, al mando del ejército español encargado de reconquistar el reino
insubordinado, que terminó desconociendo la autoridad del Rey.
Camilo
Torres, como destacado jurisconsulto, ocupó el cargo de Vocal y Secretario de
la Junta Suprema del Cabildo abierto de 1810 y el de primer Presidente del
Congreso de las Provincias Unidas (1812). Antes, como asesor del Cabildo de
Santafé y con motivo de la invasión napoleónica a España, que conllevó la
usurpación del trono de Fernando VII (1808), escribió el Memorial de agravios o Representación
del Cabildo de Santafé, capital del Nuevo Reino de Granada, a la Suprema Junta
Central de España (1809), texto en el que reclama una mayor representación
de las provincias americanas en dicha Junta Suprema, al considerar que los “criollos”
americanos no son extranjeros sino que tienen los mismos derechos que los
peninsulares.[38]
Francisco
José de Caldas fue un hombre de ciencia de su época, dedicado a la
investigación geográfica, astronómica, primer director del Observatorio
Astronómico y fundador del importante periódico el Semanario del Nuevo Reino de Granada (1807-1811)), en el que
publicó varios de sus escritos y de otros ilustrados neogranadinos. Caldas y
Torres recibieron las enseñanzas del maestro de Filosofía Natural, José Félix
de Restrepo, en el Real Colegio Seminario de San Francisco, de la ciudad de
Popayán. Restrepo se había educado en Santafé bajo las orientaciones de las
efímeras reformas académicas, impulsadas por José Celestino Mutis y el Fiscal
Francisco Moreno y Escandón, en las que se apoyaba el conocimiento de la
llamada “nueva ciencia” de Newton (leyes mecánicas y experimentación), las Matemáticas,
la Física y los conocimientos útiles para “el progreso social y económico del
Reino”. Dichos saberes coexistieron con los estudios de Lógica, Metafísica, de
la Filosofía silogística de Aristóteles, renovados, que en conjunto conformaron
el árbol de la ciencia de los criollos ilustrados, que luego
transformaron en el árbol de la libertad
republicana.[39]
Caldas
tuvo la valiosa oportunidad de adquirir conocimientos científicos de Alexander
von Humboldt y Bonpland, durante su estadía en Quito (1802), y de manera
especial, de Mutis, cuando lo vinculó al equipo de la Real Expedición Botánica,
en la ciudad de Santafé. Para Caldas fue muy importante el estudio de la Geografía
con la cartografía del Reino, porque lo consideraba fundamental para salir de la
postración económica en que se encontraba.
Una
vez hecha una reflexión crítica de las obras de Mutis, Restrepo y de su alumno
Caldas, es posible particularizar lo que significó el complejo paradigma de la
Ilustración europea en el Virreinato de la Nueva Granada. En términos generales,
un neogranadino ilustrado era una persona que no estaba de acuerdo con la enseñanza
especulativa de la Peripatética o Silogística, que dominaba en los colegios
mayores del Rosario y Santo Tomás, porque los consideraba obsoletos, en
comparación con las nuevas teorías de la ciencia experimental e inductiva, como
las de Newton y Linneo, que permitían establecer leyes mecánicas, con las que
se podían identificar, clasificar y explicar los fenómenos naturales y
astronómicos. Los conocimientos obtenidos con estos nuevos procedimientos
llevarían a descubrir y explotar las riquezas naturales del Reino, en “beneficio
del progreso económico, en la agricultura y el comercio, y por lo tanto para
aumentar el bienestar social”. [40]
Caldas,
a diferencia de Mutis, no se dedica solamente a investigar, en el campo y el
gabinete, las plantas y los metales precios, sino que incluye a las poblaciones
neogranadinas en sus estudios de Geografía, porque está interesado en conocer “la
influencia de los climas altitudinales en los seres organizados”, a partir del
modelo propuesto por Humboldt, para las plantas. Para la ciencia del siglo
XVIII, investigar los seres humanos significa no solamente mirar sus aspectos
físicos (Ciencias Naturales), sino, también, los comportamientos intelectuales
y morales (Antropología Pragmática), como consecuencia de la influencia de los
climas, lo que lleva a tomar posicisiones “racistas”. Caldas hace una detallada clasificación de las poblaciones de la
Nueva Granada, en la que sustenta una diversidad “racial” como consecuencia de
un determinismo climático, que se hereda por vía sanguínea, de padres a hijos.[41]
Como
era de esperarse de un “criollo” ilustrado, que aplica teorías científicas
europeas, a diferencia de los “civilizados” españoles (peninsulares y
americanos), los “indios” y los “negros” son “salvajes” y “bárbaros” adscritos
por naturaleza a “razas inferiores”, algo que no está muy distante de lo
escrito por fray Bartolomé de las Casas y Alonso de Sandoval, entre los siglos
XVI y XVII.
En
síntesis, podemos decir que Caldas es un representante de la Ilustración
neogranadina “criolla”, en la que se aceptan teorías y procedimientos
clasificatorios de las nuevas Ciencias Naturales, mientras no contradigan los
principales dogmas y valores morales de la Escolástica de los novatores, que no establecen ruptura con
la historia de Salvación o Redención,
cimentada en los textos sagrados de la Biblia, como testimonios de verdad. El Diluvio
Universal, para Caldas, es la explicación más plausible de la extinción de la
megafauna, representada en los fósiles
hallados en diversos lugares de la Tierra. Lo que en siglos anteriores,
los teólogos argumentaban con una exegética de los textos de las sagradas
escrituras y con las obras de los Padres de la Iglesia, Caldas lo hace de
manera empírica, con observaciones y mediciones científicas, circunscritas en
un corpus de valores morales
cristianos ortodoxos, que adapta a los discursos de libertad e independencia,
sin mayor contradicción.[42]
Siete: Imagen del árbol de la libertad republicana
El
maestro Efraín Martínez y otros intelectuales de su época, consideran el linaje
de la familia Mosquera y Figueroa como el prototipo de la grandeza histórica,
colonial y republicana, de la ciudad de Popayán. Esto ayuda a entender el papel
protagónico de sus miembros en el cuadro Apoteosis
de Popayán.
Si
volvemos nuestra mirada al cuadro, en primer término, siguiendo la narrativa
histórica lineal de la pintura, aparecen, el ya mencionado misionero, Francisco
de Figueroa, y a su lado, Joaquín de Mosquera y Figueroa (Regente de España) y
su dama acompañante (vestida de blanco); luego, a manera de transición entre la
Colonia y la República, está José María de Mosquera y Figueroa, cubierto con
una capa española negra (hermano del anterior), acompañado de sus cuatro hijos:
Manuel José (Arzobispo de Bogotá), Tomás Cipriano (General de la República y
cuatro veces Presidente), Manuel María (Diplomático) y Joaquín (Presidente de
la Gran Colombia y Diplomático).
Por
los altos cargos de gobierno civil, militar y eclesiástico de los Mosquera y
Figueroa, se puede establecer que una vez lograda la Independencia, la
conflictiva construcción de un Estado republicano dependió de las confrontaciones
políticas (civiles, militares y eclesiásticas) al mando de miembros de linajes,
como el de los Mosquera y Figueroa, que estaban emparentados con otras
poderosas familias, desde tiempos coloniales.
Como
mimesis de la emblemática de los revolucionarios franceses, en la Nueva Granada,
en conmemoración de los hechos del 20 de julio de 1810, se realizó el acto
alegórico de sembrar el árbol de la
Libertad, en diferentes poblaciones. En el cuadro del maestro Martínez, la
Libertad está representada por el grupo conformado por el General José Hilario
López y dos esclavos arrodillados (uno anciano y otro joven), con las opresoras
cadenas rotas, en gesto de agradecimiento a su antiguo amo que, como Presidente
de la República, abolió definitivamente la esclavitud, en 1851; acto político
alegorizado con otros dos esclavos de pie, que enarbolan el gorro frigio de la
libertad y la triunfal corona de laureles.
La
manumisión de los esclavos no fue un proceso inmediato, sino, demorado, porque
más allá de los retóricos discursos legales, libertarios y piadosos, gran parte
del poderío económico de los señores “criollos” dependía de la mano de obra
esclavizada. El protagonista del proceso, como autor de los textos de las leyes
de manumisión, fue José Félix Restrepo, el profesor del Seminario de Popayán,
que les había dictado clases de Filosofía Natural a Caldas y Torres.
Inicialmente,
Restrepo redactó un primer proyecto de ley durante el gobierno del Presidente
Dictador de Antioquia, Juan del Corral, el 20 de febrero de 1814; años más tarde,
el mismo Restrepo, retomando el documento anterior, elaboró el texto de la Ley de manumisión para el Congreso de
Cúcuta de 1821. En esta última Ley se aprobó: primero, la libertad de los hijos
de esclavos (libertad de vientre), que estarían obligados a trabajarle a su amo
hasta la edad de 18 años, como indemnización o pago de los gastos de su
crianza; segundo, la creación de un montepío para recoger donaciones
voluntarias de dinero por parte de ciudadanos caritativos, con el fin de
redimir el costo de los esclavos; tercero, la obligación de liberar por
testamentaria a uno de cada diez esclavos, y cuarto, se prohibió la introducción
de esclavos en el territorio colombiano; consideraciones legales y económicas que
ayudan a explicar por qué la abolición definitiva de la esclavitud se prolongó
hasta el año 1851.[43]
Ocho: Imágenes
de las “clases sociales” y las “razas colombianas”
En
el lado derecho de la Apoteosis de
Popayán, el maestro Martínez ubicó un apretado grupo de sobresalientes
políticos, clérigos, artistas y escritores, a manera de síntesis y para
complementar la importancia histórica de la ciudad: prócer Francisco Valencia
Pontón, Conde de la Casa Valencia; José Rafael Mosquera, constitucionalista;
Manuel José Castrillón, político republicano; Francisco Antonio Ulloa,
ilustrado prócer; cinco Presidentes de la República (en propiedad y encargados),
el General José María Obando (1853-1854), Andrés Cerón (1862), Froilán Largacha
(1863), Julián Trujillo (1878-1880) y Euclides Angulo (1908); el político y
escritor Sergio Arboleda (hermano del poeta Julio); el arzobispo Manuel Antonio
Arboleda (1907-1923); Jaime Arrollo, historiador de la Gobernación de Popayán;
Gustavo Arboleda, historiador de la ciudad de Cali y autor del Diccionario biográfico y genealógico del
antiguo Cauca; el padre Manuel
Antonio Bueno, historiador de la Diócesis de Popayán; el arquitecto y pintor, Adolfo
Dueñas; los poetas Rafael Maya, José Asunción Silva y el fabulista Rafael Pombo
(estos dos últimos, bogotanos de ascendencia payanesa); y el benemérito
ciudadano, Toribio Maya.
De
los personajes anteriores sobresale Sergio Arboleda (1822-1888), por haber
escrito el libro La República en la
América Española (1951), o recopilación de artículos periodísticos en los
que expresa un pensamiento conservador sobre lo que debería ser la sociedad y
el sistema político de la República de Colombia, desde una mirada retrospectiva
colonialista del pasado y de la vivencia de las guerras civiles, posteriores a
la Independencia. El modelo social y político de Arboleda se fundamenta en los
principios cristianos de los “tradicionalistas”, que en ese entonces se oponían
al ideario de los liberales o “progresistas”.[44]
Sergio
Arboleda, aunque critica los “errores
o pecados humanos del despotismo monárquico, como el atraso en las ciencias, las
artes, la industria y el comercio”, es claro en afirmar que España legó a las nuevas
repúblicas, “valores morales, buenas costumbres familiares, respeto a la
autoridad, una justicia recta e imparcial, principios de lealtad y honor y un
proceso de civilización de los indios y
los esclavos africanos unidos en una fraternidad cristiana”. Su mirada
historiográfica corresponde a la historia de Salvación, en la que el pasado
colonial y el presente republicano están unidos por la misma teleología. España
cumplió con su misión providencial, levantando los cimientos de la República.
Arboleda propone la retórica de un programa, filosófico, moral y político
conservador de la República en la América
española.[45]
Arboleda
defiende los valores morales cristianos y el carácter de los comportamientos de
la tradición latina, en la que se inscriben las repúblicas de la América
española y rechaza los comportamientos morales e intelectuales de la tradición
protestante anglosajona. No está de acuerdo con los políticos o caudillos, que
inspirados en revoluciones foráneas, como la francesa y la de América del Norte
(Estados Unidos de América), recurren a las desigualdades sociales y “raciales”,
para incitar al pueblo a “revoluciones políticas” y a “incriminar a la clase
social aristocrática, heredera de la raza española”: En las sociedades “no se
da la igualdad de funciones políticas y sociales, porque los hombres somos
absolutamente desiguales: la desigualdad es esencial para la existencia y
progreso de la humanidad; lo que llamamos igualdad, o lo explican las palabras
equidad y justicia, o debe adoptarse otra voz para expresarlo”.[46]
A
diferencia del ideario liberal de intelectuales como José María Samper, que
auguran una República “mestiza”, en el cuadro del maestro Martínez y en el
discurso ideológico de Arboleda no se enfatiza esta invención “mestiza”. En la
sociedad republicana de Arboleda no hay rivalidad entre “criollos” y españoles;
prefiere hablar de “clases sociales” y de una nueva “raza republicana”, como
una “fraternidad entre las razas de los indios, los negros esclavos y los
blancos españoles”, porque es un católico convencido de que: “El clero puede
salvarnos y nadie puede salvarnos sino el clero”. La iglesia católica es un
instrumento fundamental “para suavizar las tensiones entre las clases sociales”.[47]
En
la sociedad colombiana de Arboleda, que está constituida por cuatro “capas o
clases”, la “aristocracia nobiliaria”, es la única que posee “los recursos
físicos, morales e intelectuales” para gobernarla: En primera línea, hallamos la
aristocracia nobiliaria, formada de españoles y blancos criollos, mezclados en
parte con la nobleza indígena. Esta clase la menos numerosa es la sola que
cuenta con los recursos morales, físicos e intelectuales necesarios para dar a
la sociedad tono y dirección, y, por supuesto, la única responsable de la
suerte del país. Viene inmediatamente después la que podemos llamar clase
media, a la que pertenecen los blancos no nobles, los mestizos, los indígenas
que se han elevado de su situación ordinaria a más alto puesto en la sociedad,
y, en fin, los mulatos y negros libres. Constituyen la tercera clase los negros
esclavos, y la última y más numerosa los indígenas tributarios. Como vínculo
entre todas figura el clero secular y regular que, aunque pertenece en su mayor
parte a la raza blanca, está fuertemente matizado de las otras dos, y es por
todas acatado, reverenciado y atendido[48].
Para cerrar este periplo histórico del
cuadro Apoteosis de Popayán, nos falta
observar que su composición culmina (en el lado derecho) con la figura del maestro
Guillermo Valencia (de pie y cubierto con la tradicional capa española negra), sobre
un pedestal (sobre el que firma el maestro Martínez) y al lado de una columna
clásica, como símbolo de perennidad. El poeta Valencia fue el origen o la fuente
de inspiración del cuadro del maestro Martínez, con su Canto a Popayán y es el personaje o “estatua viva” que mira, desde una posición privilegiada, todo el
desfile apoteósico de Popayán, que nos ha permitido introducirnos en el palimpsesto
del árbol genealógico de nuestras
identidades culturales ancestrales.
El
discurso narrado y representado en la Apoteosis
de Popayán, con metáforas y alegorías pictográficas, está inscrito en la teleología
o metafísica de la historia de Salvación, en la que fueron incluidos los
pobladores y la Naturaleza del “Nuevo Mundo”, desde el 12 de octubre de 1492.
Es una mirada señorial del pasado con intencionalidades apologéticas de lo
hispánico, como realidad cultural que dominó a las culturas aborígenes americanas
y africanas, sometidas a servidumbre y esclavitud, en tiempos coloniales;
actitud que no desapareció con el triunfo de los linajes “criollos” en las
batallas de la Independencia, sino que se transformó en el “legado cultural nacional”
construido por los vencedores y fundadores de la nueva República de Colombia,
en el siglo XIX, que eran, precisamente, los descendientes de los capitanes que
conquistaron los territorios americanos.
La
“supervivencia” de contenidos culturales hispánicos coloniales en la Apoteosis de Popayán está narrada en una
secuencia de imágenes estáticas, en un tiempo momificado, como si se tratara de
una imagen fotográfica de la historia o de una secuencia de modelos que han
posado para el pintor, en su estudio o taller. Los personajes históricos son
“imágenes supervivientes” o “fantasmagorías” quietas, con gestos culturales
inánimes, congelados en un presente pictográfico.
El
desfile de personajes históricos no está dentro de la atmósfera y el paisaje
representados en el cuadro; ellos están en un primer plano, posando sobre un
escenario que tiene una representación de la naturaleza como un telón de fondo.
Por eso, el aire está quieto, no hay viento, como se aprecia en los trajes de
los “criollos”, sin movimiento, sin pliegues ni contra-pliegues horizontales o
diagonales; sus vestidos tienen pliegues verticales propiciados por la ley de
la gravedad, que acentúan la verticalidad de sus cuerpos engalanados, que
tienen el encanto y la presunción de inmortalidad de las efigies de un museo de
cera. Finalmente, el pintor Martínez y el
poeta Valencia se identificaron en su mirada histórica, que congela el pasado
en el presente, para enaltecer el ancestral legado cultural hispánico, de “la
muy ilustre y leal ciudad de Popayán”; algo que conlleva dar la espalda (como
lo hace Valencia en el cuadro) al conflicto social moderno del presente en el
que vivieron (para no hablar del futuro); es un vanidoso trompe l’oeil que embalsama el cuerpo momificado de la historia.
Para ellos, las ruinas del ayer, el trágico y doloroso pasado existe como una
falacia artística, creada por el lado oscuro de sus mentes, como una añoranza, ante
la nostalgia del poder aristocrático que tuvieron sus antepasados.
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[1] Héctor Llanos, El laberinto del eterno retorno, Bogotá,
Editorial Gente Nueva, 2011. El texto de este ensayo lo escribí a partir de una conferencia que presenté en el Paraninfo de la Universidad del Cauca sobre el cuadro Apoteosis de Popayán, aprovechando la amable invitación que me hizo el profesor Tulio Rojas para participar en su curso sobre el suroccidente colombiano, en el año 2011.
[2] José Burucúa, Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a
Carlo Ginzburg, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002.
[3] Georges
Didi-Huberman, La imagen superviviente.
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Abada Editores, 2009.
[4] Aby Warburg, Atlas Mnemosyne, Madrid, Akal, 2010;
Georges Didi-Huberman, La imagen
superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Madrid, Abada editores, 2002.
[5]Aby Warburg, El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del
Renacimiento europeo, Madrid, Alianza editorial, 2005.
[6] Héctor
Llanos, ob. cit.
[7] Héctor
Llanos, En el nombre del Padre, del Hijo
y el Espíritu Santo. Adoctrinamiento de indígenas y religiosidades populares en
el Nuevo Reino de Granada (siglos XVI-XVIII), Bogotá, Unibiblos, 2007; y El árbol genealógico de nuestras identidades
culturales, Bogotá, Grafiweb Impresores & Publicistas, 2010.
[8] El pintor Efraín
Martínez nació en Popayán en 1898 y murió en la misma ciudad en el año
1956. Recibió su primera educación
artística en dicha población, de parte del maestro Coriolano Leudo, que luego
continuó en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, bajo la dirección de los
artistas, Cano, Zerda, Pizano y Leudo. En 1924 obtuvo una beca para adelantar
estudios con el maestro Álvarez Sotomayor, en la ciudad de Madrid. En 1930
viajó a Francia y después de recorrer otros países, como Bélgica e Italia,
regresó a Colombia. Entre 1933 y 1938 fundó y dirigió la Escuela de Bellas
Artes de Cali y entre 1950 y 1953 también fue director de la escuela de Bellas
Artes de Bogotá. El maestro Martínez realizó una abundante obra pictográfica,
con diversidad de temas literarios y simbólicos, entre los cuales sobresale su
monumental obra Apoteosis de Popayán,
que le valió el reconocimiento oficial, con el otorgamiento de la condecoración
de la Cruz de Boyacá: Carmen Ortega, Diccionario
de Artistas en Colombia, Bogotá, Tercer Mundo, 1965.
[9] Es interesante señalar que en el Paraninfo de la
Universidad del Cauca también existen tres grandes lienzos alegóricos pintados
por Andrés de Santa María (1860-1945), colocados sobre la pared opuesta a la de
la Apoteosis de Popayán.
Metafóricamente, mientras la obra de Martínez (1898-1956) se destaca en el
espacio principal del salón, donde se ubican las autoridades académicas en los actos
ceremoniales, los tres cuadros de Santa María están en el muro opuesto (menos iluminado),
al que le da la espalda el público asistente. Andrés de Santa María, con su
estilo “expresionista-impresionista”, también de influencia europea, es
considerado, en la historia del arte en Colombia, como el pionero del “arte moderno”.
Paradójicamente, se podría decir que tanto la obra de Santa María como la Apoteosis de Popayán de Martínez (vista
como la antinomia académica decimonónica), hacen parte de la misma modernidad:
ver, Quinche,
Víctor, “La crítica de arte en Colombia: los primeros años”, Revista Historia Crítica, Bogotá, Universidad de
los Andes, N° 32, julio-diciembre, 2006, págs. 274-301.
[10] O’Gorman, Edmundo, La invención de América, México, Fondo
de Cultura Económica, 1992.
[11] Barona, Guido, Legitimidad y sujeción: Los paradigmas de la
“Invención” de América, Santafé de Bogotá, Colcultura, 1993.
[12] Llanos, Héctor, ob. cit., 2010,
pág. 18-29.
[13] Ibíd., pág. 25.
[14] Ibíd.
[15] Julio Arboleda, Gonzalo
de Oyón, Popayán,
1942.
[16] Rincón, Carlos,
“El Libertador, la Antropófaga, la Inmaculada”, Catálogo de la exposición Confrontaciones 2010. Pasados y presentes
del mito fundacional colombiano, Bogotá, Museo Colonial, 2010, págs. 13-38.
[17] Vergara, Carlos, Guía turística Popayán. Síntesis histórica,
Popayán, Talleres Editoriales del Departamento, 1949.[18] Cubillos, Julio
César, “El morro de Tulcán (Pirámide prehispánica). Arqueología de Popayán,
Cauca, Colombia”. Revista Colombiana
de Antropología, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología, vol. VIII, núm.
1, 1959, págs. 216-257.
[19] Arboleda, José María, Guía de la
ciudad de Popayán (historia turística),
Popayán, 1962.
[20] Llanos, Héctor, ob.
cit., 2010, pág. 20.
[21] Lehmann, Henri,
“Arqueología del suroeste colombiano”. Extrait Journal de la Societè des
Americanistes Nouvelle Série, t. XLII, París, 1953.
[22] Llanos, Héctor, Los cacicazgos de Popayán a la llegada de
los conquistadores, Bogotá, Fundación de Investigaciones Arqueológicas
Nacionales, Banco de la República, 1981.
[23] Llanos, Héctor, ob.
cit., 2010, págs. 32-38.
[24] Ibíd., pág. 33.
[25] Ibíd., pág. 36.
[26] Ibíd., pág. 37.
[27] Ibíd., págs. 39-40.
[28] Ibíd.
págs. 42-54.
[29] Ibíd., pág. 45.
[30] Llanos, Héctor,
“Surgimiento, permanencia y transformaciones históricas de la élite criolla de
Popayán (siglos XVI-XIX)”, Revista Historia y Espacio, Cali, Departamento de
Historia, Universidad del Valle, vol. 1,
núm. 3, julio-septiembre, 1979, págs. 17-104.
[31] Llanos, Héctor, ob. cit., 2010,
pág. 75.
[32] Llanos, Héctor, ob.
cit., 2007, pág. 17-20.
[33] Ibíd., pág. 18.
[34] Ibíd., págs. 76-84.
[35] Ibíd. Pág. 57.
[36] Llanos, Héctor y
Pineda, Roberto, Etnohistoria del Gran
Caquetá (siglos XVI-XIX), Bogotá, Fundación de Investigaciones
Arqueológicas Nacionales, Banco de La República, 1982; Llanos, Héctor, ob. cit.,
2007, pág. 158-167.
[37] Llanos, Héctor, ob.
cit., 2007, pág. 97.
[38] Otero, Gustavo, Semblanzas colombianas, Biblioteca de
Historia Nacional, vol. LV, Bogotá, Editorial A B C, 1938, pág. 153.
[41] Ibíd., págs. 102-123.
[42] Ibíd.
[43] Restrepo, José
Félix, Obras completas, Medellín,
Ediciones Académicas Rafael Montoya y Montoya, 1961.
[44] Ibíd., págs. 240-263.
[45] Ibíd., pág. 241.
[46] Ibíd., pág. 243.
[47] Ibíd., pág. 263.
[48] Ibíd., pág. 244.
Héctor Llanos muy buenas noches!
ResponderBorrarCon el Periodista Cultural y de Investigación José Dueñas, de la ciudad de Popayán. Sinceras felicitaciones por tan excelente Ensayo histórico y arqueológico, a través de las Imágenes del árbol genealógico de nuestras identidades culturales. Me gustaría seguir en contacto con Usted! Mi Email: enlaradio1040am@gmail.com y el celular: 316-680 3781. Éxitos y Bendiciones!
Un ensayo tan magistral como el cuadro del pintor Martínez que describe, remontando los orígenes de la cultura occidental y nuestra relación 'triétnica'. Debería ser de estudio obligatorio en los colegios y motivo de una cátedra de los universitarios del Cauca.
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